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SIBE - Sociedad de Etnomusicología
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Ramón Pelinski: Invitación a la etnomusicología. Quince fragmentos y un tango

Reseña de Héctor E. Rubio

Madrid: Akal Ediciones, 2000


Es hoy la etnomusicología una disciplina en estado de ebullición, atravesada por corrientes del pensamiento diversas que la problematizan y un constante desasosiego respecto de sus límites y alcances. Como en pocos otros campos del conocimiento, las corrientes posmodernas, receptadas con retraso, vienen dejando en ella sus huellas, marcando rumbos en la investigación, condicionando las formas de aproximación al objeto de estudio, cuestionando la relación del sujeto investigador para con aquellas músicas de los demás que han excitado su curiosidad. Repartido el trabajo científico entre la preocupación por las sociedades humanas y sus culturas, de un lado, y la caracterización de los fenómenos musicales del mundo, del otro, no acierta a tender un puente suficientemente estable como para permitir el tránsito seguro de cuestiones tan difíciles de conciliar y de poner en conexión como la importancia para un pueblo de sus realizaciones sonoras y el análisis musical en sí mismo.

Ramón Pelinski se sitúa en la encrucijada de todas estas cuestiones para ofrecernos, a través de un vasto espectro de sagaces indagaciones, un panorama rico y actualizado de la etnomusicología. A través de los 15 capítulos que integran su libro, desfilan por sus páginas temas tan variados como el canto personal de los esquimales de cierto lugar de Canadá y el cancionero musical de Castellón en España, la comparación entre dos modelos de la teoría etnomusicológica como los que encarnan esos referentes insoslayables que son John Blacking y Simha Aron y la discusión de las nociones de homología, interpelación y narratividad en la constitución de la identidad social por medio de la música, las cuestiones de transculturación que se plantean entre el tango rioplatense y el tango que se ha desterritorializado en muchas ciudades y puertos del mundo y el problema de las identidades étnicas en una obra como Exótica de Mauricio Kagel.

En una red tan extensa de cuestiones heterogéneas es posible, sin embargo, discernir sutiles nexos que mantienen la malla conectada, aunque flexible, dentro del tejido que la constituye. Se advierte en cada eslabón una preocupación por conservar un delicado equilibrio entre la reflexión teórica y “las verdades” que el examen de situaciones concretas permite alcanzar. Más que la adhesión a un método único, sistemáticamente aplicado, el autor se desplaza de una estrategia de abordaje a otra según parezca requerirlo el caso en estudio, pero también los intereses cognitivos que impulsan al etnomusicólogo en el momento. El anhelo de “estar al día” en los problemas y enfoques que definen la disciplina no surge como consecuencia de un veleidoso oportunismo, sino que es reflejo de la amplitud de miras y la curiosidad insaciable que caracterizan a Pelinski. Porque si hay algo, por otra parte, que destilan sus trabajos de manera inequívoca, es el profundo respeto hacia el sujeto humano cuyo quehacer musical provoca la admiración del investigador, así como la expresa voluntad de ejercer la menor violencia posible, por causa de la proyección deformante de nuestras categorías culturales, sobre el horizonte mental del investigado.

La amable invitación a internarnos en los vericuetos de un campo de trabajo caracterizado por su considerable versatilidad se abre y se cierra (cap. I y XV) con un balance de las posiciones asumidas por las principales posturas teóricas en la etnomusicología. Ya en la primera mitad del siglo XX queda planteada una suerte de dicotomía esencial que marca el destino de la disciplina. Al comienzo está la escuela de Berlín que, privilegiando un método comparativista, aspira a clasificar las músicas del mundo, estudiándolas en sí mismas en la asepsia de los laboratorios. Después de la Segunda Guerra Mundial, surge la tendencia culturalista que, reconociendo su deuda con la antropología, enfatiza la necesidad de entender la música por relación a la sociedad que la produce, como es el caso del norteamericano Alan Merrian. Ni una ni otra corriente ha representado tomas de posición excluyentes en la teoría. Ni tampoco ninguna ha dejado de prolongarse hasta nuestros días. En la práctica, ellas suponen, no obstante, formas de situarse ante el objeto de estudio, que depende de intereses, escasamente conciliables. O se enfatiza la caracterización de la estructura social y se ponen de relieve los datos etnográficos o se privilegia el análisis de las estructuras sonoras.

Esta polarización se reitera en dos protagonistas más actuales, Blacking y Aron, a quienes se le dedica el cap. VI. Desde teorías más refinadas y menos dogmáticas, los resultados concretos de las investigaciones llevadas a cabo por ambos en sus respectivos territorios de interés no parecen poder evitar la ineluctabilidad de yuxtaponer la caracterización del contexto social a la del fenómeno sonoro, sin alcanzar una posible integración. Lo cual lleva a Pelinski a confesar que: “Comprender la música en la cultura y la cultura en la música es un ideal cuya realización presenta problemas metodológicos que por el momento no parecen tener solución” (p. 138). Igualmente parece haber llegado a un callejón sin salida la discusión de si el análisis ha de practicarse desde una perspectiva émica (Blacking), es decir, desde las normas culturales de la comunidad observada, o desde una perspectiva ética (Arom), es decir, desde las categorías analíticas del etnomusicólogo. A lo más que se ha podido arribar es a un sinceramiento de los puntos de vista teóricos desde los cuales el investigador asume y desarrolla su tarea.

Lo que ha sufrido una transformación, según el autor manifiesta en el capítulo que porta el sugestivo título “Yo es otro”, es nuestra noción del otro, al compás de las ideas que han impostado una Julia Kristeva y un Tzvetan Todorov. Utilizando el artilugio de imaginar cuáles podrían haber sido los temas de congresos musicológicos que se hubieran celebrado a distancia de un siglo entre 1792 y 1992, Pelinski constata cómo identidad y alteridad se han modificado recíprocamente en el espacio de la cultura europea. De la imposiblidad de concebir al otro como no sea una proyección de sí mismo, a la propia imagen y semejanza, pasando por la identificación simpática y subjetiva con la alteridad, hasta llegar al reconocimiento de otro en nosotros mismos y a la aceptación del Otro en su diferencia, las tres etapas marcan un recorrido que hoy permite comprender mucho de lo que antropológicamente ha cambiado en la etnomusicología.

Difícil resulta trazar el balance de lo que la posmodernidad ha significado para la disciplina a partir de la modificación de puntos de vista que nunca se habían cuestionado y de tradiciones, que sonaban como sólidamente constituídas. Por un lado, parece no existir más el sujeto como origen responsable del discurso; definido como descentrado y fragmentado, él mismo resulta de la construcción del discurso, efecto del lenguaje o del deseo. O dicho en otros términos, el yo se contextualiza y dispersa a la par del mundo social. Con esta definición se asocia el cuestionamiento lanzado a los relatos magistrales; se sospecha de toda voz que habla desde la autoridad, desde la dominación patriarcal, desde la visión eurocéntrica. Porque, segundo aspecto, toda producción de sentido encubre la lucha por el poder, es posicionamiento, búsqueda de imponerse. Esto lo sabemos desde Lyotard y desde Foucault.

La crítica de toda representación cognitiva lleva, necesariamente, tercera cuestión, al relativismo, al abandono de certezas compactas y estables. Se hace indispensable proceder, ya que todo discurso contribuye a producir los efectos que nombra, al análisis, en cualquier caso, de las formaciones discursivas, a la vez que entenderlas como objetivación colectiva y no individual. El cuarto aspecto tiene que ver con la deconstrucción de las dicotomías, en las que durante mucho tiempo ha quedado anclado el pensamiento occidental: masculino-femenino, Uno-Otro, centro-periferia, local-transnacional. Se trata de mostrar las implicaciones político¯conceptuales, es decir, ideológicas, que se ocultan detrás de un pensamiento que procede por oposiciones dicotómicas. De ahí la necesidad de poner en juego en la argumentación lógicas polivalentes (no más la que opera con solo dos valores de verdad) para flexibilizar de tal suerte nuestro discurso, que dé cuenta de cosmovisiones que son muy diferentes de las nuestras y que funcionan con mecanismos asociativos, taxonómicos y causales de muy otra índole. Ya no se admite que la humanidad posea un destino único y común, lo que conducía inevitablemente a la desvalorización de las partes menos favorecidas, de las voces más débiles, de “los rezagados”. Por lo contrario, hay precipitación en asignar un lugar, con la atención más minuciosas y respetuosa, a los olvidados, a los subestimados, a los distintos.

Según el autor, las dos actitudes críticas de mayores consecuencias para la musicología de los últimos 20 años han sido la poscolonial y la feminista, aunque se siente dispuesto, de inmediato, a aceptar que esto vale, más bien, para la musicología norteamericana. En ambos casos se trata de la identidad, étnica o de género, y de su representación discursiva, así como del rol de la música en la construcción de las realidades sociales.

El enfoque poscolonialista, requiere, me parece, ser proyectado sobre el fondo de la cuestión de la globalización hoy. Lo cual supone reconocer la naturaleza apátrida y arrolladora del capital multinacional como opuesta a las tradiciones locales, y amenazadora para su supervivencia. Los defensores de la globalización ven en ella la oportunidad de que las culturas se confronten pacíficamente y de que lo local muestre su fuerza proyectándose a la vastedad del mercado mundial, enriqueciendo nuestra capacidad de comprensión y abriendo fronteras mentales. Para los detractores, no se trata sino de una nueva oportunidad para que los más poderosos impongan sus condiciones, ahora en escala mundial, arrasando toda resistencia, anulando las distinciones y liquidando los nacionalismos.

No hay conciliación posible entre las dos posturas y, si a la primera, aún en su tendencia idealizadora, alguna razón cabe reconocerle, el análisis de la situación del mundo actual y los testimonios que la realidad ofrece llevan a inclinar la balanza con fuerza hacia las posiciones más pesimistas. A su vez, la globalización, en la medida que captura y escenifica las particularidades, tiende a hacerlo de una manera deformante, obtusa, en todo caso sometiendo las singularidad a un proceso de homogenización, que busca allanarlo todo. Por otra parte, si lo que se recluye en lo geográficamente limitado está amenazado de disolución, no por ello desaparecen las identidades locales, de la misma manera que los estado nacionales no sucumben a los avances del capital transnacional, ni se borran las fronteras territoriales, sino que el movimiento parece consistir en volver a aquellos aliados y dóciles trasmisores de los intereses de éste. Que la integración entre la fuerza de lo diverso y las tendencias homogeneizadoras de la World Music sea el resultado de un proceso dialéctico (como comenta Pelinski), se me ocurre que sólo bajo determinadas circunstancias sucede, cuando éstas favorecen la negociación de las partes y prevalece una voluntad de lo particular por unirse a un movimiento general, y se desarrollan eficaces estrategias a fin de lograrlo, sin por ello perder rasgos propios.

En todo caso, la agudización de la conciencia de la identidad, tan característica de nuestro tiempo, ha inducido a los estudiosos del campo a reconceptualizaciones del trabajo etnográfico, que responden a la necesidad de adecuarse a mayores y autocríticas exigencias respecto de las que se venían dando. El objetivo es otorgar presencia a la voz de lo autóctono, proyectándola sobre la del investigador o yuxtaponiéndolas en relación dialógica. La explosión de nuevas tácticas de la escritura dan cuenta de ese propósito: el etnotexto que se vale exclusivamente de los términos del nativo, la etnografía virtual que imagina una comunidad indígena como sólo una larga experiencia etnográfica puede concebirla, el pastiche y el bricolage que se valen de cambios de registros narrativos y mezcla de géneros para evitar la imposición autoral, los textos colaborativos que resultan de arduas transacciones entre investigador e informantes del pueblo estudiado. Todo lo cual no hubiera sido posible, si el dilatado camino recorrido por la lingüística, la semiótica, el análisis del discurso, la narratología, el estudio de las retóricas, no hubiera llevado a una exacerbada y refinada conciencia de los mecanismos operativos del lenguaje, y esos saberes no hubieran sido cooptados, a su vez, por la vía de la transdisciplinariedad.

La teoría crítica feminista (sobre la cual Pelisnki no se extiende) ha aportado, por su lado, claridad acerca de las diferencias de género como determinantes para muchas construcciones culturales y simbólicas ( tal vez para todas). Y, por otro lado, ha reinvindicado el derecho de la mujer de representarse a sí misma. Coherente con su intención de ofrecer una alternativa a la musicología de sesgo masculino y definida por su búsqueda de sentidos racionales y abstractos, investigadoras como Susan McClary, Marcia Citron o Marta Savigliano han llamado la atención sobre los aspectos corporales de la música y han reclamado por el reconocimiento de su centralidad en la experiencia musical. Así, el cuerpo aparece no sólo como un lugar de significaciones, sino como la condición de posibilidad de las mismas. En la ejecución e interpretación sonora tendría lugar una experiencia modélica, constitutiva de la identidad, y esto, como dice el autor, apoyándose en Thomas Turino y citando a Simon Frith, porque “hacer música no es una manera de expresar ideas, sino una manera de vivirlas” (p. 286).

Es sabido que la conciencia de la forma y propiedades del cuerpo se halla en el origen mismo de las exploraciones primarias del mundo por parte del infante. La corporalidad se experimenta como un modo práctico de enfrentar situaciones y responder a acontecimientos externos. Sobre esto nos han enseñado bastante Merleau-Ponty y Wittgenstein en el plano filosófico. Las expresiones del rostro y toda la esfera de la gestualidad prestan contenido a esa práctica diaria que es estar en el mundo o señalar a él, al mismo tiempo que se constituyen en condición necesaria para la comunicación cotidiana. Cierto es que esto implica para el sujeto convertirse en agente competente de esa relación, lo que equivale a ejercer un dominio continuo y acertado sobre el rostro y demás partes de la anatomía. Autores como Goffman y Garfunkel desde la sociología empírica han mostrado lo estricto, completo e ilimitado del control que se espera ejerza el individuo sobre su cuerpo en condiciones de interacción social. No sólo para uno mismo, sino para que otros lo vean. ·El conocimiento de lo cual ha permitido atribuir al control reglado del cuerpo el ser medio fundamental para el mantenimiento de una biografía de la identidad del yo, de ese yo que está más o menos constantemente expuesto a los demás debido a su corporeización.

Estas consideraciones me han parecido relevantes para situar, a su vez, lo que Pelinski nos dice sobre la corporalidad en la música, teniendo él presente sobre todo la situación del tango rioplatense. Adhiriendo a una posición cognitivista que postula la unidad del cuerpo y la mente, su esfuerzo está encaminado a hacer justicia a lo que reconoce como la existencia prelógica y prediscursiva de la dimensión corporal y por la cual ésta se constituye en requisito material de la construcción cultural. La operación musical, como experiencia naturalmente vivida del cuerpo, involucra a los sentidos, la gestualidad y las emociones, de tal manera que en ella se cumple una suerte de experiencia holística. En su desenvolvimiento, se desatan situaciones que tienden a abolir las distinciones objeto-sujeto e interior-exterior.

Al sostener esto, Pelisnki se distancia tanto del discurso biologista que reduce el cuerpo a un objeto, como del constructivismo radical, para el que nada hay antes de la inscripción y significación culturales y cuanto se expresa es sólo por mediación del símbolo, y asimismo de las posiciones posmodernas, que consideran lo corporal en términos de virtualidad y en tanto efecto de representaciones discursivas. A favor de concebir el cuerpo como un campo amplio de interacciones múltiples (“rizomático”), lo vendría a situar en el punto de cruce de la naturaleza y la cultura, como Lévi-Strauss también argumentaba de la prohibición del incesto.

El cuerpo en tanto tal, al menos según resulta implicado en la gestación sonora de ciertas músicas como el tango, no podría ser pensado , y la percepción del hecho musical se situaría en un momento anterior a su puesta en lenguaje racional. La externalización y la prolongación anatómicas en ciertos gestos del bandoneonista, el hacerse uno del cantor con su voz, la vibración sincrónica de los bailarines danzantes en la coreografía que es puro placer del encuentro físico, la pulsación individual contra el pulso estable, constituirían rasgos, según Pelinski, que apuntan a una experiencia de la transgresión de los límites identitarios del cuerpo. Siendo esto así, estaríamos ubicados en una instancia prácticamente opuesta a la del control reglado del mismo, a la que aludía la sociología empírica antes mencionada. Ya que ella afirma un doble aspecto que es propio de la integridad corporal: por un lado, la existencia del yo a salvo “en” el cuerpo, por otro, la valoración en continuidad de la identidad de mi yo por parte de quienes son mis congéneres. Intentar fundar una somatografía, que resultaría de esta nueva perspectiva de la corporalidad, por hoy, afirma el autor, únicamente puede parecer utopía.

Esto de destacar la singular complicidad con lo corporal que el tango lleva, constituye una de las dos más salientes características de la especie musical, que Pelinski ha acertado a delinear en no menos de los cuatro capítulos que consagra al tema. La otra característica es la de la particular experiencia de nomadización que el tango ha sufrido en su historia de un siglo. Mediante la hábil utilización de categorías flexibles que la posmodernidad ha puesto a disposición, el autor sitúa esa historia sobre el fondo de un modelo general que articula el proceso en sucesivas etapas de territorialización, desterritorialización y reterritorialización. Al principio, se recortó el género sobre el telón de la ciudad como síntesis dramatizada de la vida urbana y expresión del sentimiento popular. Extrajo su esencia de sentires, ellos mismos productos de una experiencia desterritorializada, la de la inmigración tragada por la urbe, a la que metaforizó por acción de poetas y de músicos. No había terminado de afirmarse, que inició su primer viaje, del que volvió adecentado y normatizado. El tango porteño exhibió no sólo una mirada narcisista sobre el yo territorializado, sino que no pudo ya dejar de transparentar la mirada del Otro.

Desde entonces, no ha dejado de tener diásporas, que no han generado desarraigo, pero sí han llevado a la división entre el tango del Río de la Plata y el tango que anda por el mundo, anclando aquí y allá, lo que ha dado lugar a nuevas modalidades. Mientras que aquél se dedicó mucho tiempo a autoreproducirse atendiendo a su pasado, el tango nómade acertó a encontrar nuevas estrategias para reterritorializarse sobre otras culturas musicales, no sin, a veces, provocar mutaciones en ellas. Este movimiento de diseminación fascina a Pelinski, él mismo un desarraigado e impenitente amante y cultivador del tango, que se aplica a caracterizar su flujo con un deslumbrante juego de términos, desetnización y exotización, por un lado, reescritura de modelos precedentes y nuevas equivalencias, por el otro, resignificación, hibridación y transculturalización, más allá. Desde los ochenta, el proceso de mundualización nos devuelve el tango, cuando parecía haber sucumbido a una decadencia irremontable, a pesar de la renovación restallante de Astor Piazzolla más algún otro. Pero ahora, el escenario ha cambiado; transculturalizado en la intercultura y en relación con los medios de masas y las nuevas tecnologías, el tango ha ingresado en una órbita de fusiones y de sorprendentes hibridaciones, que lo alejan progresivamente de su forma territorializada. O bien, toma el estilo del tango porteño para la diáspora: creación de copias, multiplicación de simulacros de la mano de los grupos que en el exterior imitan estilos rioplatenses hasta la perfección. Para un conocedor profundo y comprometido con el tema como es el autor, no puede escapársele que la riqueza de significación de un género está en estrecha relación con su contexto cultural, de donde el tango nómade no puede aspirar más que a una propuesta identitaria asordinada, débil. En cambio, le está reservada, por el camino de la diseminación, un futuro insospechado, inédito, abierto a múltiples posibilidades.

Las limitaciones de espacio, a que esta recensión está sometida, no permiten ejercer con justicia lo que a una obra con la riqueza temática y la diversidad de puntos de vista, como la de Ramón Pelinski, tendría que estarle reservado. Entre la atracción por describir y parafrasear sus recorridos y confrontar su eficaz manera de problematizar, introduciendo otras opiniones, he preferido flotar sin decidirme.

Lo que no me cabe duda es que ésta Invitación a la Etnomusicología constituye, por ahora, un caso único en español de una obra de su tipo en cuanto a la extensión, actualidad y diversidad de los tópicos que abarca. Por lo cual, me corresponde augurarle nuevas reediciones, en las que sería deseable que el editor corrigiera algunas pocas faltas ortográficas y algún opus equivocado y que el autor eliminara alguna reiteración. Valga como último acento el destacar el notable compromiso del investigador con sus temáticas, que cada una de las indagaciones muestra, y cómo éstas no son sino una faceta más de una personalidad auténticamente musical, que, además, se concede regalar al lector la partitura de un tango de su autoría para trío de bandoneón, piano y contrabajo, que él mismo ejecutara en otras latitudes y que uno hubiera querido encontrar acompañando el libro en forma de registro sonoro.

Héctor E. Rubio


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