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Ficciones tecnológicas, tiempos registrados y “replicantes” en los conciertos de Laurie Anderson

Ainhoa Kaiero Claver

Resumen
Los espectáculos multimedia de Laurie Anderson reflexionan sobre el impacto de la tecnología en la memoria y la construcción identitaria tanto individual, como colectiva. Sus narraciones y canciones se encuentran, en este sentido, en sintonía con otras manifestaciones contemporáneas como la ficción postmoderna y la ficción tecnológica (el Cyber-punk). Su obra medita sobre los nuevos modos de percepción que aparejan las tecnologías y que sitúan al ser humano entre el tiempo de la vivencia y el tiempo del registro, es decir, en un tiempo virtual donde la presencia y ausencia simultánea de los eventos se confunde. Todo lo cual contribuye a reflexionar sobre la pérdida de la experiencia de un yo presente en la era de la información y la comunicación.

Palabras clave: ficción tecnológica-ficción postmoderna-identidad narrativa-narratología y musicología enunciativa-música electrónica minimal.


1. Introducción

Desde sus primeras obras de los años 70, Laurie Anderson comienza una reflexión sobre la experiencia del tiempo dentro de una sociedad marcada por el continuo registro de los acontecimientos. ¿Qué aprehensión de nuestro presente histórico nos ofrecen los medios de comunicación actuales? La prensa escrita y los medios audiovisuales (televisión, radio, internet) son los mecanismos que movilizan un circuito dinámico (e incluso acelerado) de sucesos registrados y reproducidos. La era de la información se encuentra caracterizada por esta posibilidad de acceso y conocimiento de los eventos más infinitesimales ocurridos en cualquier parte del planeta. Y sin embargo, como afirma Laurie Anderson, en esta ciudad en la que se producen diariamente miles de historias, nadie recuerda realmente cuál de ellas era la suya.

Cuando Anderson traslada la práctica del registro del ámbito público al privado, tratando de documentar su propia vida a través de extractos visuales (como fotos) y/o escritos, parece reflejar este mismo sentido de un desvanecimiento de la memoria y de la capacidad de aprehensión de una misma. En su diario October 1972[1], los sucesos anotados en serie para cada día del calendario semejan, siguiendo el símil establecido por el replicante de Blade Runner (1982), un torrente de instantes que se pierden en el tiempo como lágrimas en la lluvia. La conocida afirmación del replicante (“all these moments will be lost in time, like tears in the rain”) manifiesta precisamente el síntoma de una sociedad de la información en la que el ser humano experimenta cada vez más dificultades a la hora de captar su presencia en el transcurso de los acontecimientos. Todo indica que el tiempo del registro marcado por la tecnología favorece una disolución de la conciencia del presente y de su prolongación a través del recurso a la memoria.

El descentramiento del tiempo presente a través del uso de la tecnología, o lo que es lo mismo, el desplazamiento del tiempo de la vivencia (la durée bergsoniana) por medio del tiempo del registro, constituye uno de los fenómenos más importantes de nuestras sociedades high-techs contemporáneas. Como tal, esta experiencia ha sido apropiada y reflexionada desde hace numerosas décadas por las manifestaciones artísticas postmodernas: desde la ficción tecnológica popularizada por el cine (Blade Runner entre muchas otras), pasando por expresiones vinculadas a la vanguardia como la meta-ficción de la literatura postmoderna, la performance art o la música electrónica minimal. Todas estas modalidades se dan cita en los espectáculos multimedia de Laurie Anderson para componer una meditación sobre la pérdida de la experiencia de un “yo” presente en la era de las tecnologías de la información y la comunicación.


2. This is the time/ And this is the record of the time
En 1975, siguiendo con un conjunto de obras autobiográficas, Laurie Anderson realiza Wind Book[2]. Se trata de un libro cuyas páginas se mueven bajo el impulso de las corrientes de aire laterales emitidas por un motor eléctrico. El libro retrata en páginas secuenciales distintas actividades de su vida de artista: el caminar de un extremo al otro de su estudio es, por ejemplo, ilustrado a lo largo de cinco páginas sucesivas. Anderson documenta así su vida a través del registro de ciertas imágenes, de manera semejante a como hoy en día tratamos de constatar nuestra experiencia presente mediante la captura voraz de una multiplicidad de fotografías digitales.

Este registro continuo (por medio de fotos, videos, etc.) del instante presente se ha convertido en una práctica cada vez más habitual de nuestra vida cotidiana. La “record manía” marca la entrada en un nuevo modo de percepción que se sitúa entre el tiempo de la vivencia y el tiempo del registro, en un intersticio a caballo de la presencia y de la ausencia que provoca la emergencia de paradojas temporales. En su Wind Book, Laurie Anderson señala la aparición de estas contradicciones a través de la afirmación siguiente: “I was waiting for something… that has already happened” [3]. La paradoja surge en forma de un instante presente que se revela como ya sido, es decir, como un pasado ya desvanecido o ausente.

En las páginas del libro, y dado que los folios utilizados son transparentes, cada imagen presente se superpone sobre las sombras de otras imágenes registradas en las páginas precedentes y posteriores. De manera que en una misma página, una puede contemplar de manera simultánea dónde estuvo, dónde está y dónde estará Laurie sucesivamente. Gracias a dicha superposición, la figura actual parece descentrarse en una sucesión de sombras tanto pasadas, como futuras. El instante presente se desfonda así debido a su interpenetración con otros momentos ausentes ya acontecidos o por venir. En última instancia, esta imagen actual acaba revelándose como la huella o trazo del conjunto de estos instantes desvanecidos. Lejos de una experiencia de plenitud, la imagen que vemos “ahora” se manifiesta como el signo de todas estas ausencias. O como señala Laurie Anderson, aquello que creíamos vivir en el presente, no es más que el registro de algo por venir… ya sucedido.

Esta sensación de que el tiempo presente vivido es en realidad un tiempo registrado es un tema central a lo largo de toda la trayectoria artística de Laurie Anderson. La propia artista lo resume bajo el epígrafe: “This is the time. And this is the record of the time”[4]. Ciertamente, el tema es objeto de reflexión por parte de numerosos experimentos narrativos contemporáneos que se reflejan tanto en la literatura postmoderna, como en ciertas adaptaciones populares en series de televisión actuales (Lost o Flashfowards). Esta problemática no hace sino ahondar en el impacto de las tecnologías de grabación sobre nuestra vida cotidiana.

Actualmente la posibilidad de registrar nuestro presente cotidiano (gracias a la popularización de las cámaras digitales) hace que dejemos de vivir el momento presente y pasemos a experimentarlo como el pasado de un momento futuro (en el que visualizaremos la imagen). La percepción del presente se descentra en la dirección de un porvenir donde contemplaremos este mismo momento como registrado y ya sido. El “ahora” queda reificado en la imagen codificada y pretérita de un tiempo que aún no se produjo. Remarquemos esta paradoja: cuando el presente se proyecta como una imagen del pasado (pongamos por caso una fotografía) dentro de un periodo temporal que aún no existe, haciendo depender así el modo temporal presente de un futuro especulativo, el acontecimiento actual queda completamente de-substancializado como algo fantasmal o hipotético, pudiendo una preguntarse: ¿ha ocurrido realmente? El presente se disuelve en un tiempo onírico, virtual o ficticio.

Inversamente a esta de-sustancialización del presente en un pasado hipotético[5], los media actuales nos sumergen continuamente en simulacros de presencia al mostrar, como acontecimientos actuales (noticias, conversaciones de los talk-shows, programas festivos), eventos registrados que en realidad ocurrieron en otro momento. En este caso, lo que una creía vivir en el presente termina por revelarse como una emisión diferida. Y el presente del telespectador aparece como la proyección hipotética (futura) de un acontecimiento que se produjo y registró en el pasado [6]. Ya sea a través de la vivencia de un presente simulado, o a través de la percepción onírica (como pasado hipotético) de un instante que en realidad acontece efectivamente en este momento, lo cierto es que ambos fenómenos tecnológicos reflejan un nuevo modo de temporalidad: el tiempo virtual. El tiempo virtual característico de nuestra era de la información señala ese intersticio en el que el tiempo de la vivencia y el tiempo del registro se confunden. Un tiempo donde la presencia y la ausencia se fusionan, dando lugar a la emergencia tanto de una ausencia presente (realidad virtual), como de un presente que se experimenta como una ausencia.


3. El replicante y la pérdida del logo-fonocentrismo

La tecnología puede ser causa, como vimos, de una dislocación de la experiencia del “ahora” y, por tanto, fuente de la falta de aprehensión de una misma como conciencia presente. En otras palabras, la tecnología puede generar el sentimiento de la alienación o el extrañamiento respecto a una misma.

En una performance realizada dentro de un espectáculo exhibido en el Artists Space de Nueva York en 1974 y titulado As:if[7], Laurie Anderson acomete una desarticulación del sentimiento de un “yo” presente a través de la puesta en marcha de un dispositivo tecnológico. De manera semejante al desarrollo de un procedimiento de la música minimal, Anderson superpone en ligero desfase una frase pronunciada en vivo por el performer con la misma frase registrada y reproducida por una cinta grabadora. El tiempo “real” y el tiempo del registro se solapan, conduciendo a una dislocación del presente a través de su eco[8] y, consiguientemente, a un descentramiento del sentido de la frase.

PERFORMER SPEAKS OUT OF SYNCH WITH PRE-RECORDED VOICE.

We talked about simultaneously. He said, now
          Tape: We talked about simultaneously. He said, now
think about what you’re saying and just
         think about what you’re saying and just
say it. But I always seemed to be a little
         say it. But I always seemed to be a little
in front of or behind the words. It was
         in front of or behind the words. It was
hard to synchronize. Words would surface,
         hard to synchronize. Words would surface,
the flow would go on, then other words would
         the flow would go on, then other words would
surface.
         surface.
My violin teacher told me the same thing.
         My violin teacher told me the same thing.
Concentrate on the sound, hear it, play it,
         Concentrate on the sound, hear it, play it,
all at once.
         all at once.
(Anderson 1994: 31)

La ligera desincronización que se produce entre el habla y el reflejo sonoro acaba descentrando completamente nuestra atención respecto al sentido de las palabras. La percepción se mueve fuera del significado y lo que realmente experimenta es ese deslizamiento o vaivén de significantes[9] al que se refiere el texto (referencia, por otro lado, que sólo captamos cuando nos dedicamos a leer una de las líneas). Es decir, lo que se pone en primer plano es una escenificación de las palabras materiales en movimiento o una teatralización del signo. Tanto en el performer, como en el auditor que con él se identifica, se produce un sentimiento de alienación respecto al sentido de las palabras y, consiguientemente, la sensación de que un@ no está realmente presente en el discurso que dice. La impresión de no estar presente en las palabras que un@ pronuncia provoca una “ligera” inquietud.

La aparición de este extrañamiento desasosegador[10] se debe a una disociación de la materialidad del habla (plano del significante) respecto al plano del pensamiento o del sentido. En suma, a una de-construcción del “logo-fonocentrismo” que en opinión de Derrida ha presidido el sentimiento de un “yo” interno en la cultura occidental[11]. Este autor caracteriza el “logo-fonocentrismo” como la impresión que poseemos, debido a la experiencia de escucharnos hablar desde dentro, de una fusión indisociable entre la voz (habla) y el pensamiento (logos) y, por lo tanto, de una total presencia y transparencia respecto a nuestras locuciones. La ruptura de este vínculo, favorecida como veremos por la emergencia de la escritura y posteriormente de la tecnología, ocasiona la disociación de dos figuras que en el habla se manifiestan irremediablemente unidas: la del locutor o persona que habla/ la del enunciador o persona que expresa su pensamiento. Esta desconexión genera así la posibilidad inquietante de concebir un locutor sin logos (un replicante), así como un enunciador que no precisa del habla para transmitir su pensamiento (telepatía).

Observemos que este fenómeno de la dislocación del habla respecto al pensamiento es un tema recurrente tanto en la meta-ficción postmoderna, como en la ficción tecnológica. Dicha disociación permite imaginar posibilidades tan “aberrantes” como el efecto de sentir que mi voz reproduce en realidad los pensamientos de una persona ajena. La alienación de estar ausente de las palabras que uno pronuncia dio lugar a la famosa afirmación de William Burroughs, posteriormente retomada por Laurie Anderson[12], de que el lenguaje (como manifestación del pensamiento) no es sino un virus procedente del espacio exterior. Dicho de otra manera, que las palabras que me salen por la boca y en las que no me siento presente, son las partículas ajenas de una enfermedad que se contagia oralmente.

Esta condición de marginalidad respecto a los pensamientos enunciados es característica tanto del replicante o la máquina parlante, como del personaje de ficción. Tal como señala Brian McHale (1987), la meta-ficción postmoderna (como ficción que analiza y problematiza los recursos constructivos de la propia ficción) ofrece numerosos ejemplos sobre la condición problemática de un personaje literario que carece de un verdadero “yo”. En estas obras literarias el personaje aparece asaltado por una incertidumbre ontológica al descubrir su falta de presencia en las palabras que pronuncia y sospechar que éstas proceden, presumiblemente, de otra(s) persona(s) a la(s) cual(es) no tiene acceso (¿un narrador?¿el autor?). La ficción tecnológica[13], por su parte, retrata la condición del replicante o de la máquina de apariencia humana. El replicante comienza a dudar acerca de su propia subjetividad cuando descubre que sus pensamientos y emociones han sido programados y, por tanto, empieza a no sentirse completamente seguro y presente en sus palabras. En ambos casos, nos asalta una misma pregunta sin respuesta: ¿Quién es el verdadero responsable de estas palabras? ¿Quién las dice?

La incertidumbre ontológica característica de los entes de ficción y de las máquinas parlantes se produce por la dislocación de una VOZ unitaria que aunaba habla y pensamiento y contribuía a la emergencia del sentimiento de un “yo” presente. Tal como señalamos previamente, la ruptura del logo-fonocentrismo implica la escisión de esa Voz unitaria en diferentes voces: la voz externa del habla y la voz del pensamiento interno (logos o conciencia) [14]. Esta ramificación que separa al locutor del enunciador se muestra claramente en el ámbito de la ficción, reproduciéndose en cada uno de los niveles narrativos: las palabras del personaje (locutor ficticio) pueden en realidad deberse a un narrador (enunciador), y las de éste último (como locutor ficticio) a un hipotético autor exterior a la ficción (enunciador). La “voz” del personaje, al igual que la del replicante, se desgrana en una POLIFONÍA o un conjunto de voces (personaje, narrador, autor, programador, etc.). De manera que, como afirma Laurie Anderson en relación a sus espectáculos, llega un punto en el que una no sabe ya realmente quién se está expresando. En este galimatías de locutores intermediarios el origen de la enunciación (la presencia de un logos) parece perderse definitivamente. En el ámbito de la tecnología, esta ausencia de una voz unitaria y presente y su ramificación en una polifonía de voces descentradas se refleja claramente en esa sonoridad neutra, constituida por una pluralidad de voces acumuladas, que caracteriza a las máquinas [15]. La incapacidad de discernir la presencia de un QUIÉN que dice detrás de la voz de una máquina o de un personaje ficticio resulta, por otro lado, bastante estremecedora.

La inestabilidad ontológica u opalescencia[16] que manifiestan los personajes de ficción, así como los replicantes, procede en cierta manera de su condición de ser unos entes textuales. Los enunciados textuales no se encuentran íntimamente vinculados a las circunstancias de un “yo-aquí-ahora” concreto de manera como lo hacen las locuciones orales. La movilización del lenguaje en el discurso se da en torno a la presencia de un locutor de carne y hueso, mientras que, en el caso de la escritura, sólo puede producirse una voz textual que carece de un ancla en la experiencia presente. La temporalidad de esta voz del registro o la escritura es necesariamente la del modo de la ausencia. Como voz textual, una máquina carece de una dimensión del “ahora” y, por tanto, de la capacidad de una conciencia presente. La voz textual de una máquina o de un personaje es una voz sin presencia o, lo que es lo mismo, la voz de una no-persona. Se trata de la voz impersonal y polifónica (sin logos o conciencia presente) que tanto ha explotado el género de terror para intimidarnos.


4. Escritura versus oralidad/ relato versus discurso


En 1966, el lingüista Émile Benveniste aportaba en su teoría de la enunciación una reflexión sobre la manera en que se inscribe y articula la posición de un sujeto “yo” en el discurso[17]. Según este autor, el lenguaje posee una serie de formas vacías (los deícticos o shifters: desde pronombres personales como “yo”, “tú”, etc. hasta términos espacio-temporales como “aquí/allí” o “ahora/luego”) que permiten a cada locutor concreto apropiárselo y movilizarlo en torno suyo en un momento determinado. Cada locutor se inscribe en el lenguaje como presencia, asumiendo la posición de un “yo-aquí-ahora” que marca el punto de referencia en la articulación semántica del enunciado: por ejemplo, la palabra “después” se refiere a un momento posterior al “ahora” o presente del locutor que ha asumido la palabra. Este ejercicio de la lengua se materializa siempre gracias a la presencia de un locutor de carne y hueso: nos encontramos en el ámbito de la práctica del discurso o del habla como dimensión performativa a través de la cual se realizan acciones (actos de habla).

En un artículo publicado en esta misma fecha (“Les relations de temps dans le verbe français”, Benveniste 1966: 237-250), Benveniste establecía una diferencia neta entre dos tipos de enunciación distintos: la enunciación discursiva vinculada al habla y la enunciación histórica (récit) más estrechamente relacionada con la escritura (ámbito del documento o del registro). Si la primera de ellas obedecía a esta movilización activa de la lengua por parte de un locutor de carne y hueso presente, la segunda de ellas parecía asumir la dimensión de una voz pasiva, sin presencia, que se dedicaba a exponer unos hechos pasados como si se tratara de un mero registro. La voz del discurso es para Benveniste la voz de una primera persona presente (un “yo” como locutor concreto). La voz del recitado (récit) se encuentra, por el contrario, en la forma verbal de la tercera persona en pasado y se equipara, por tanto, con una ausencia o no-persona. De ahí que Benveniste afirmara que en esta forma de enunciación que él asociaba a la forma escrita no existiera realmente un narrador o locutor. La enunciación histórica, en tanto voz textual del documento, implica que no hay NADIE (la tercera persona en pasado como marca cero) que esté relatando. La contraposición entre estos dos tipos de enunciaciones podríamos esquematizarla de la siguiente manera:


DISCURSO            RECITADO (RÉCIT)
HABLA                    REGISTRO O ESCRITURA
PRESENCIA          PASADO/AUSENCIA
"YO"                        NO-PERSONA 


A lo largo de las últimas décadas, la división establecida por Benveniste ha dado lugar a un debate controvertido en el ámbito de la narratología. La polémica se centra precisamente en torno al estatuto de la voz en el relato de ficción. ¿Deberíamos entenderla como la voz de una no-persona textual? ¿O deberíamos por el contrario postular la voz de un narrador en primera persona? A esta última tendencia obedecen, en opinión de Sylvie Patron (2006), aquellos narratólogos que tratan de asimilar el relato de ficción a un esquema de comunicación oral[18].

Dichos autores parten del modelo de las narraciones factuales (ya sean históricas o autobiográficas) donde existe un locutor concreto que cuenta una historia ya acontecida. En las narraciones factuales poseemos dos dimensiones claramente distintas: una historia pasada narrada (récit o relato) y un acto de narrar que se realiza en el presente (discurso). Este mismo esquema lo trasladan al ámbito de la ficción escrita, postulando, por un lado, una historia narrada y, por otro, la existencia necesaria de un narrador que la cuenta en un momento actual. Aunque en esta ocasión el narrador de un texto ficticio no es un locutor concreto (el autor), sino un enunciador “virtual” situado fuera del espacio y del tiempo (en el más allá de la ficción). La voz enunciadora de la ficción escrita se presenta como una suerte de forma vacía (shifter): la posición de un sujeto o primera persona “yo-aquí-ahora” que pudiera ser asumida por locutores distintos. Para estos autores, la voz que narra la ficción, ya aparezca explícitamente o no en primera persona[19], comprende la perspectiva de una conciencia “presente” desencarnada (como “ahora” absoluto) susceptible de ser apropiada y actualizada por diversos individuos de carne y hueso.

Esta voz narrativa de naturaleza más abstracta sería así concretamente encarnada a través de su activación en el presente del lector o de un performer que asume el papel de cuenta historias sobre la escena. De manera que, en este modelo, la ficción escrita se contempla como siempre destinada a re-presentarse en la oralidad de un discurso. Lo que el lector o performer realizan es el ejercicio de recitar como acción presente de contar una historia registrada. Recitar implica, en cierta manera, performar o actuar la voz narrativa de la historia y, por tanto, una suerte de “juego” en el que el locutor se identifica con esta voz y la asimila a su presente, al mismo tiempo que mantiene una cierta distancia respecto a ella como voz que se despliega en otro tiempo y otro espacio (el “erase una vez” de la ficción)[20].

En este modelo teórico se postula una comunión con una conciencia presente (la voz enunciadora de un logos) que nos proporciona un acceso transparente al relato que cuenta. La meta-ficción postmoderna, sin embargo, problematiza precisamente la existencia de esta voz o conciencia presente (este “yo”) como centro de discurso que nos narra una historia. Tal como señala Kramer (1990), la aparición de “efectos narrativos” en la literatura de ficción pone en primer término el discurso o la actividad de la voz narrativa, interfiriendo y dificultando así nuestro acceso a los eventos que acontecen en la fábula. En las obras postmodernas esta actividad narrativa aparece constantemente problematizada, poniendo el énfasis en la incapacidad que posee esta voz para cerrar la re-presentación de la historia y aprehenderse a sí misma como conciencia subjetiva. La voz narrativa se desmorona y muestra su propia impotencia como ejercicio textual carente de toda presencia [21].

La operación pone en evidencia la inmanencia de los dos niveles que la narración factual separaba: tanto el relato, como la propia voz y acción narrativa son efecto de un mismo proceso de escritura. No existe la posición de un sujeto trascendental exterior que escape al mundo de la historia narrada. El relato y la conciencia que la narra son producto, sombra o efecto de una escritura material de palabras. Al igual que en esa imagen sugerente de The Matrix (1999), lo único realmente “presente” es esta escenografía desplegada por el movimiento de los signos. O lo que es lo mismo, la historia y el discurso que la cuenta se encuentran programados dentro de un juego textual que no posee presencia alguna. El discurso presente se revela, en realidad, como un registro realizado en una voz anónima y pasiva (la no-persona).

La meta-ficción post-moderna aparece así como ilustradora de la segunda teoría sobre la ficción defendida por Sylvie Patron (2006). En este otro modelo, la ficción se concibe como un mundo registrado y programado mediante la escritura. Al igual que en el concepto de recitado de Benveniste, el universo ficticio se muestra y realiza a través de una voz textual carente de presencia. Si surge la ilusión de una conciencia presente o de un narrador en primera persona, es tan sólo como una sombra interna al mundo de ficción creado por la escritura. Como podemos comprobar, este modelo teórico se sitúa en una perspectiva interna al espacio del texto desde la que se da una imposibilidad de salir del signo y acceder así a una presencia (el autor, en tanto programador de la escritura, aparece aquí como una exterioridad radical e inaccesible). Tal como afirma Sylvie Patron (2006: 130), la escritura, como voz textual impersonal o marca cero, es el arma que permite a un autor camuflarse y desprenderse de la responsabilidad de ser el enunciador de una narrativa. Según esta concepción, en el mundo de la ficción la pregunta de ¿quién narra? o ¿quién enuncia? nunca puede ser respondida. No hay un QUIÉN, sólo una voz textual sin conciencia (logos).

En conclusión, la primera de las teorías asimila toda voz narrativa, incluso la voz pasiva en tercera persona, a una voz en primera persona o una perspectiva de sujeto “virtual” que es susceptible de ser actualizada por el habla real (performer) o imaginada (lector) de un locutor. Como consecuencia de ello, en el acto de RECITAR la voz registrada se re-integra dentro de la dimensión del discurso presente o del habla viva. En el caso de la segunda teoría, el procedimiento se proyecta de manera inversa. Es decir, toda voz narrativa, pese a que aparezca en una primera persona, se entiende como manifestación de una voz de la escritura marcada por la ausencia y la impersonalidad (la tercera “no-persona” en pasado como marca cero). La aparición en el texto de una voz narrativa y un acto de discurso se descubre entonces como un simulacro provocado por la movilización de unas palabras ya registradas. En la ficción, todo discurso “presente” acaba revelándose en realidad como un relato (pasado) re-producido [22].

La confrontación entre estos dos modelos sobre la ficción escrita que privilegian, por un lado, el modo del discurso y, por otro, el modo del recitado/relato, es un claro testimonio de una diferente percepción cultural acerca de la escritura. La primera de las concepciones integra la escritura en el seno de una cultura oral a través del recurso a la re-presentación. Desde este punto de vista, la escritura nacería y se prolongaría en la oralidad. La segunda de las concepciones, sin embargo, apunta a la emergencia de una oralidad inserta en el régimen de la escritura. En este sentido, podríamos afirmar que esta teoría refleja la profunda transformación que está ocasionando desde hace numerosas décadas el desarrollo de las tecnologías de la información y de la comunicación. Estas tecnologías han dado nacimiento a un nuevo tipo de práctica oral basada en el registro de la escritura, que se manifiesta tanto en los “simulacros” de conversación en tiempo presente que proyectan los media, como en las numerosas máquinas que nos “hablan”. La tecnología actual ha sido capaz de proyectar un “habla” procedente de un registro sin sujeto, es decir, de movilizar performativa y discursivamente una escritura pura. Los espectáculos de Laurie Anderson se adhieren a esta segunda concepción y analizan el advenimiento de esta nueva cultura de la oralidad escrita que fusiona el modo de la presencia (discurso) con el de la ausencia (registro). El imperio de la presencia queda así desplazado por la nueva modalidad mixta de una realidad ausente-presente o virtual.


5. Ventrílocuos y marionetas, máscaras electrónicas, pantallas y juegos de luz y sombra: la desmaterialización de la presencia de Laurie Anderson

Los espectáculos multimedia de Laurie Anderson trasladan las problemáticas de la meta-ficción postmoderna sobre la escena, es decir, del ámbito de la literatura al de la performance. Anderson ha definido la labor de su trayectoria artística como la de una cuenta cuentos o una narradora (“story-teller”). Su actividad performativa consistiría precisamente en este acto oral de narrar en el presente una historia acontecida.

Al igual que en la meta-ficción literaria, los espectáculos de Laurie Anderson ponen en primer término la actividad narrativa, eclipsando e incluso interfiriendo, en ocasiones, la captación de una historia relatada. Esta puesta en primera línea del discurso narrativo es un aspecto que vincula estrechamente su obra con la performance art. Y es que en esta nueva modalidad de teatro se renuncia a la articulación de una historia previa (dimensión del relato) para concentrarse en la única dimensión de la performance presente o el discurso [23]. De manera semejante, los espectáculos de Laurie Anderson proyectan en numerosas ocasiones un plano de inmanencia donde la única historia relatada es cómo se cuenta una historia. Esta operación acaba implicando paradójicamente, como sucediera en la meta- ficción postmoderna, una puesta en pasado del presente del discurso: el acto de discurso (presente) aparece así como relatado (pasado). Una vez más, el tiempo del presente se fusiona con el pasado ausente del relato o del registro.

En sus actuaciones, Laurie Anderson disloca su presencia como sujeto narrador: su performance discursiva se ve así desplazada del modo presente en primera persona al modo ausente y pasado de la no-persona. No se trata tanto de re-presentar una voz narrativa, como de virtualizar su propia presencia y proyectar su performance en vivo dentro de un universo ficticio. Como veremos a continuación, para ello se sirve tanto del recurso a tácticas de la ficción teatral más clásicas (máscaras, marionetas, teatro de bambalina, etc.), como del procedimiento más actual de la tecnología (máscaras electrónicas, cine, etc.). Encontramos aquí una asociación estrecha entre el tiempo tecnológico del registro y la entrada en un mundo ficticio suspendido fuera del tiempo y del espacio (del “aquí-ahora” de un locutor concreto). Cabría afirmar incluso que, en esta de-construcción de la posición de un presente del discurso, los espectáculos electrónicos de Laurie Anderson recogen aspectos tanto de la meta-ficción postmoderna (como ejercicio auto-reflexivo sobre la forma del discurso en la ficción), como de la ficción tecnológica ciberpunk (como exponente, a nivel del contenido, de la erosión de una conciencia presente en el universo tecnológico).

La desarticulación de la presencia de una instancia central de discurso se opera al nivel del cuerpo y del gesto, por un lado, y de la voz proyectada en forma de habla verbal o de canción, por otro. Como decíamos, Laurie Anderson diluye su presencia a través del empleo de ciertos recursos clásicos procedentes del mundo del teatro y también de los espectáculos consagrados al ilusionismo (magos, ventrílocuos y marionetas, efectos ópticos, etc.). Todos estos “trucos” forman parte de una larga tradición de ficción e ilusionismo que figura como clara antecedente de otras experiencias posteriormente desarrolladas por la tecnología.

El primero de ellos, el más simple, es la máscara teatral blanca e inexpresiva que aparece, ligada a un personaje llamado Sharkey, en el tour “Mister Heartbreak” realizado en 1984 [24]. La máscara teatral simboliza precisamente la marca cero de la no-persona [25]. Al igual que la voz neutra de la escritura, la máscara es la pantalla que se sitúa entre la presencia real de un performer y la ausencia de un personaje ficticio. La persona real del narrador disloca primeramente su presencia al adoptar esta marca cero de la máscara pasiva: su habla presente se nos aparece así como la de una voz impersonal situada en el otro tiempo-otro espacio de un relato. Sobre esta máscara que registra la ausencia de una persona se podrá posteriormente proyectar la “presencia” ficticia de un personaje.

El pasaje del plano de la realidad al de la ficción, facilitado por la mediación de esta máscara neutralizadora, produce por tanto una inversión de la posición inicial: si en la realidad la persona estaba presente y el personaje ausente, en el mundo interno de la ficción ubicado al otro lado de la pantalla, la ausencia de la persona es la que posibilita precisamente la “presencia” de un personaje. La condición ficticia del personaje se compone de esta combinación entre ausencia-presencia, de ahí la proyección ontológica inestable y opalescente que comparte con el replicante. Como veremos en seguida, Laurie Anderson ilustra este concepto de manera más evidente a través de la ayuda de las tecnologías de la imagen (del cine, principalmente).

Con la desaparición de su presencia, el narrador borra asimismo su huella como enunciador. Las palabras proceden ahora de la máscara o la no-persona y cortan todo vínculo respecto a un QUIÉN responsable de la enunciación. Dichas palabras sin origen (como sucediera en la voz de la escritura) pueden posteriormente aparecer en la boca de un personaje que actúa a modo de locutor ficticio. Lo que observamos entonces es un replicante o un personaje que carece de presencia en unos pensamientos cuyo origen se ha perdido. Esta disociación entre un sujeto de enunciación oculto (ausente) y un sujeto de locución aparente (presencia ficticia) ha venido históricamente facilitada, como anteriormente señaláramos siguiendo a Sylvie Patron, gracias a la invención de la escritura. El “habla” de los avatares tecnológicos, en tanto escritura movilizada, supondría un paso más en esta dirección. Sin embargo, la ruptura entre enunciador-locutor, posibilitada por la escritura y performada a través de la tecnología, cuenta con un valioso precedente en el mundo del ilusionismo: el ventrílocuo y las marionetas, nuevamente un universo que también puebla el imaginario de los espectáculos de Laurie Anderson [26].

El ventrílocuo es aquel narrador capaz de diluir su presencia como origen del discurso, gracias a su poder de enunciar con la boca cerrada. De manera que sus palabras aparecen en el “habla” ficticia de una marioneta inanimada. Laurie Anderson realiza esta misma operación a través del empleo de marionetas artesanales o de avatares más sofisticados creados gracias al concurso de la tecnología. Sus enunciaciones verbales y musicales son así directamente transferidas a una marioneta de apariencia humana, un autómata de habla electrónica con forma de loro o un clon masculino generado a partir de la modificación digital de su propia imagen en video, entre otros. En el tour de 1992 “Stories from the Nerve Bible”, por ejemplo, Anderson traslada su voz electrónicamente manipulada a una pequeña marioneta llamada “Dummy” que posee su misma apariencia y simula tocar un violín digitalmente procesado[27]. Mientras Laurie permanece en la sombra, lo que el espectador contempla sobre escena es un avatar inanimado que simula performar una actuación “en vivo” a partir de la re-producción de unos sonidos sintéticos previamente registrados.

La operación acometida en el caso de la “audio-máscara” (alteración electrónica de su propia voz) es muy similar. De manera semejante a la máscara teatral, esta audio-máscara sirve a Laurie para desplazar su voz presente al metamorfosearla en el habla registrada y polifónica de una máquina. La tecnología posibilita la de-construcción de la locución de un “yo” presente en una polifonía de voces descentradas que carecen de un origen: se trata de la voz muerta de la tercera persona en pasado (la no-persona) del texto o el registro. Posteriormente, y conforme avanza el relato, este habla neutra (que Laurie Anderson presenta como una voz tecnológica estándar masculina[28]) puede ser tintada de diferentes colores (sobre todo a través del contraste en las tesituras) para hacer emerger la intervención de distintos personajes. A diferencia de lo que sucedía en el caso de los avatares, Laurie no traslada estas voces a la figura inerte de una marioneta, sino que las re-produce desde su propio cuerpo. De forma que si, en el primer caso, el narrador poseía y animaba un cuerpo inanimado, en el segundo, Laurie aparece como una especie de médium cuyo organismo es poseído por las voces muertas de los personajes.

En estos momentos, es ella misma la que surge sobre escena como una marioneta o un replicante. Su cuerpo es tan sólo una caja resonante y su boca un amplificador que sirve a re-producir unas palabras ajenas de origen desconocido (no existe un sujeto responsable en la voz anónima de la escritura). La connotación de un “habla” programada por la tecnología se encuentra además acentuada gracias a la inserción de ciertos aparatos electrónicos en su boca. En el video de “O Superman”[29], así como en otros espectáculos como Home of the Brave, Laurie se metamorfosea en un cyborg al mostrar una luz de neón que irradia del interior de su boca cuando mueve los labios. Otro de los experimentos tecnológicos de Laurie Anderson consiste en la introducción de un pequeño altavoz (procedente de una almohada) en la boca, con objeto de reproducir y modular oralmente unos sonidos pre-grabados (cf. Anderson 1994: 28). Estas experiencias ilustran literalmente ese extrañamiento o falta de presencia en las palabras al que aludía William Burroughs: el lenguaje aparece aquí como un virus ajeno que programa nuestro habla [30].

La tecnología brinda a Anderson la oportunidad de desplazar no sólo la presencia de su voz, sino la de todo su cuerpo. Este efecto se produce gracias a la incorporación de otras tecnologías diferentes a las de audio: las tecnologías que, como el cine o el video, se vinculan a la imagen proyectada. Desde sus primeras actuaciones, Laurie emplea el juego de luces y sombras del cine para desmaterializar su presencia y entrar de lleno en un mundo de ficción. En una declaración de la artista (Anderson 1994: 175) esta tecnología electrónica es asociada con la luz discontinua del fuego junto a la que ancestralmente se han contado las historias. Laurie reproduce esta misma idea poética en múltiples de sus espectáculos, cuando oculta su cuerpo en la oscuridad y tan sólo ilumina ciertas partes (manos, boca) a través de la luz de una vela, o por lo general, de su equivalente electrónico de una luz de neón [31]. Gracias a este mecanismo “rudimentario”, Anderson consigue disolver su presencia y reaparecer sobre la escena como una imagen titilante compuesta de sombra y luz. Esta visión no deja de recordarnos a la inestabilidad lumínica con la que Ridley Scott reflejaba la ontología fantasmal de los replicantes en Blade Runner.

Janet Kardon (1983: 21) señala que la vestimenta de un traje negro en algunos de sus espectáculos (como en American on the move (1979), el cual desembocaría más tarde en su famoso United States (1980-1983)) proporciona una cierta invisibilidad a la artista, brindándole la posibilidad de emerger como una voz desencarnada que reproduce un texto con neutralidad pasiva. El atuendo blanco también característico de algunos de sus espectáculos, por otro lado, sirve de pantalla sobre la que es posible proyectar unas imágenes [32]. Esta afirmación ha de tomarse literalmente, dado que desde el inicio de su carrera Laurie ha mostrado un gusto por la proyección de imágenes de video sobre volúmenes tridimensionales. Este es el caso, por ejemplo, de At the Shrink’s (cf. Anderson 1994: 84), una obra temprana de 1975 donde una figurita de barro aparece cubierta por una imagen de vídeo de Laurie en el psicólogo, creando una especie de falso holograma con sonido. La idea de materializar en 3D la bidimensionalidad de la imagen vuelve a ponerse en práctica en varios de sus espectáculos en los que una imagen lanzada desde un proyector envuelve la figura humana de la performer vestida de blanco.

Este intento de integrar la tridimensionalidad de la figura humana en el espacio bidimensional de la pantalla, podría considerarse como un proto-ensayo de realidad virtual. Con ello se pretende una disolución completa de la presencia del performer a través de su difracción en el seno de un mundo ficticio compuesto de sombras y luces. La desmaterialización del cuerpo humano se acomete, por un lado, mediante la proyección de su sombra (ausencia) sobre una pantalla. Laurie Anderson retoma aquí un recurso clásico perteneciente al teatro de bambalinas al reflejar su sombra o la de otros performers musicales encima de un telón situado al fondo de la escena (cf. Anderson 1994: 116). En otras actuaciones, como es el caso de la performance For Instants (cf. Anderson 1994: 112-113) realizada en la temprana fecha de 1976, Laurie Anderson se emplaza entre la pantalla de fondo y el proyector de luz, interceptando así la imagen emitida. La corporeidad de su figura se disuelve al difractarse en una doble imagen: por un lado la silueta negra (ausencia) que se recorta sobre la pantalla de fondo, por otro la imagen de luz (presencia) que se proyecta encima de su figura. La sensación de una penetración de la performer dentro del espacio fílmico se suele ver además reforzada gracias a los escenarios que proyectan muchas de las diapositivas, cuya disposición diagonal, simula prolongar el espacio escénico (cf. Anderson 1994: 193-195).

El principio que encontramos en esta dislocación de la presencia de Anderson es muy parecido al que se daba en el caso de la máscara. En ambos se produce una anulación de la presencia de la performer (sombra) y una sobreimpresión de la imagen de un personaje sobre una máscara o pantalla. Tanto en el caso de la máscara teatral, como en el de la pantalla de cine, el personaje se construye por una combinación de la ausencia de una persona (el negativo o reverso de una foto) y la presencia de una imagen. El personaje es un ente compuesto de sombra y luz, de ausencia y presencia: parte del vacío dejado por una persona al que se superpone la aparición espectral de una imagen luminosa. En cierta medida, es esto lo que Laurie Anderson revela con la puesta en escena del ilusionismo del cine o la fotografía.

Esta transición de la presencia de la performer a la condición opalescente de luz y sombra, presencia-ausencia de la imagen, simboliza la entrada en un mundo de ficción. Pero más allá, también se asocia con la penetración del ser humano en un nuevo universo virtual desplegado gracias a las tecnologías de información y comunicación (TIC). Algo a lo que Anderson parece apuntar en la performance “Lower Mathematics” [33] de Home of the Brave (1986). Oculta tras una máscara blanca y la voz neutral y polifónica de una máscara audio, Laurie explica la contraposición entre los números 0 y 1. El número 0 simboliza el vacío de la nada, el cual, en términos sociales, se equipara con un don-nadie o una no-persona ya sida, carente de cuerpo y de presencia (“a nobody, a has been”, Anderson 1994: 135). El número 1 simboliza la presencia y connota la visibilidad del éxito social (“to be number one” Anderson 1994: 135). Anderson propone la superación de la primacía social del orden de la presencia gracias a nuestra entrada en una nueva era digital basada en una combinación del 0 (ausencia) y el 1 (presencia). Cabría incluso afirmar que este nuevo régimen de la escritura desplegado por la computadora-máquina precisa del punto de partida O (marca cero) para poder inscribir encima presencias o unos. El tiempo del registro o la escritura desplaza el tiempo de la vivencia presente para dar emergencia a la nueva modalidad del tiempo virtual. Con lo cual, quien ingrese en esta era, tendrá que diluir su presencia (1) para reaparecer como una imagen, rastro o huella “0+1”. Y convertirse así en otro fantasma de la red.


6. El presente de la voz musical/ el pasado de la voz narrativa

La labor de Laurie Anderson como performer no sólo se ciñe a contar historias. En la mayor parte de las ocasiones, también canta. En sus espectáculos se concatenan historias narradas, historias cantadas e incluso canciones de corte más lírico. Las fronteras entre una y otra modalidad, entre la narración y la canción, pueden quedar algo difuminadas. Incluso el sólo recitar, sin entonación, de las historias suele venir acompañado de algún tipo de ambiente sonoro.

Pero, ¿existe alguna diferencia entre narrar una historia y cantar? En opinión de Carolyn Abbate y Lawrence Kramer, sí, y profunda. Ambos musicólogos siguen la máxima de Benveniste de establecer una neta separación entre recitado (récit) y discurso [34]. Para ellos, la música se situaría del lado de un discurso presente y caería, consiguientemente, en las antípodas de esa voz pasiva y neutral (no-persona) propia del documento o del registro. Kramer (1990: 185) asocia, en este sentido, a la música con la lírica como manifestación discursiva de un “yo” presente que se expresa, contraponiendo ambas modalidades artísticas al género del relato.

Tanto Kramer (1992), como Carolyn Abbate (1991), parecen coincidir en el hecho de que la música es un discurso apegado al modo presente. De ahí que esta voz lírica, este “yo” subjetivo que se expresa y que despliega su acción en el presente, no pueda ser equiparada con una voz narrativa. La música es incapaz de relatar por sí misma una historia. Porque si la música narrara habría que equiparar su voz con la de un recitado en tercera persona del pasado (ausencia de la no-persona) que expone una secuencia de hechos ya acontecidos. Y la música sólo puede manifestarse en el presente de una primera persona (“yo-aquí-ahora”) y performar los acontecimientos en el mismo instante en que se producen. Desde este punto de vista, la música sólo puede actuar (discurso) y no narrar (récit). Se retoma aquí, parcialmente, la dicotomía establecida por Platón entre la mimesis (performar una acción en el presente) y la narración (recoger una acción acontecida). En otras palabras, según estos autores la música se halla íntimamente vinculada al modo de la presencia y no puede, en principio, hablar en pasado [35]. La excepción a esta norma provocaría, como más tarde veremos, una de-construcción completa de la voz musical.

Pese a que la música no pueda relatar o hablar en pasado, sí que se ha utilizado tradicionalmente para acompañar las narraciones (cf. Kramer 1995: 111-113). Debiéramos entender, por tanto, que históricamente el relato no se ha limitado a un mero registro de acontecimientos por parte de una voz pasiva, sino que, por lo general, esta voz ha sido siempre re-presentada y performada. Es en este punto donde reencontramos el otro modelo teórico narratológico que defendía la posibilidad de una voz narrativa en primera persona. Siguiendo con este planteamiento, pasaríamos a hablar entonces de dos niveles distintos: el nivel de la fábula narrada (como enunciado en voz pasiva) y el nivel de la voz que nos cuenta “ahora” este relato (como enunciación o voz presente del discurso). Lo cual implica un traslado de la noción de récit o relato en voz pasiva, a la de RECITAR como la acción presente de contar una historia que ejerce una voz viva.

La existencia de esta voz o conciencia presente y subjetiva que nos narra una historia ha sido históricamente vinculada con el ejercicio de la lírica y/o de la música. De ahí que en numerosos periodos históricos (desde Grecia hasta nuestros días) los relatos hayan sido puestos en música como medio de actualizar en ellos la voz presente de un narrador. Valga como ejemplo de ello, la puesta en canción (es decir, en poesía y música) desde tiempos inmemoriales de las narraciones míticas o épicas pertenecientes a una comunidad. La música ha servido en este sentido para dar este paso decisivo del relato al recitar. Aspecto que actualmente también podemos comprobar en el caso de la música de cine, la cual ejerce muchas veces la función de una voz en off que presenta la historia (contrapesando así la ausencia de una voz narrativa en la secuenciación fílmica). Sea que entendamos esta voz narrativa viva como una potencialidad ya contenida en la voz en tercera persona del relato (como pretende el modelo que acerca el relato a la re-presentación de una performance oral), sea que ésta se contemple como un mero suplemento compensatorio (como parece afirmar Lawrence Kramer, 1995: 111), lo cierto es que la música sirve a manifestar esta conciencia presente que narra una historia. La voz de un narrador en primera persona se materializa a través de la actuación de un performer (autor de la canción en muchas ocasiones) y el auditor la interioriza al identificarse parcialmente con ella.

¿Cómo se articula esta perspectiva subjetiva del discurso en la música? Para musicólogos como Kramer, Cumming o Cone, toda composición musical contiene la articulación de un “yo” virtual, es decir, la posición vacía de un sujeto (como la voz enunciativa de un texto) que luego se actualiza en la performance a través de la presencia de un locutor concreto. Cone (1974) denomina a esta perspectiva subjetiva la VOZ de la música y la identifica con un personaje dramático que viene a ser re-presentado por el intérprete. Esta conciencia o inteligencia subjetiva que se manifiesta en el discurso de la música se corresponde, en opinión de Cone, con la voz del compositor. Según este planteamiento, el creador de la pieza realizaría en primer lugar un acto enunciativo articulando su perspectiva y sensibilidad subjetiva a través de un texto musical. Posteriormente esta posición de sujeto sería reactivada por el intérprete y el auditor a lo largo de la ejecución y escucha de esa misma composición.

La posición de Naomi Cumming (1997) toma este planteamiento de partida de Cone, aunque disiente en el planteamiento de que la voz lírica en primera persona haya de corresponderse con la del compositor empírico. Para esta autora, la voz de la música es tan sólo una entidad semiótica textualmente construida. Kramer (cf. Dibben 2006: 173) coincide con este mismo argumento al señalar que, si bien posteriormente puede asociarse con diferentes personas (el compositor, el intérprete, o tal vez la figura de una alteridad más indeterminada), en principio la voz subjetiva no es más que una proyección o imagen mental articulada por el texto musical. Podríamos, por tanto, relacionar esta noción de una voz figurada o ficticia con el modelo defendido en el ámbito de la narrativa por Patron.

Cumming, de hecho, va más allá, al tratar de describir cómo se articula en específico este sentido de una subjetividad o “persona musical” a través de los signos sonoros [36]. Apunta a la existencia de una función indexical del signo por la cual las características del timbre instrumental (ataques, vibratos, etc.) nos remiten a su origen en el cuerpo y la actividad física que las produjo y adquieren, por lo tanto, cierto carácter de “cualidad vocal”. La sensualidad del timbre de un violín es apreciada así como signo de una cualidad vocal que se equipara en cierto sentido al de la subjetividad humana. También la figura melódica, como signo musical, posee una función icónica que remite a ciertos movimientos o gestos propios de la emoción subjetiva. Estos gestos expresivos, por último, se encuentran encuadrados dentro de una sintaxis musical que es la que proporciona una especie de marco de referencia para su lectura (una suerte de hipótesis de lectura o isotopía [37]). La sintaxis musical, que Cumming describe a través de la conducción de voces (Ursatz) de un análisis schenkeriano, posee una función simbólica que sólo puede reconocerse por convención. Esta conducción de voces representa una suerte de trama estructural (como si de un modelo actancial de Greimas se tratara) que orienta nuestra interpretación de la direccionalidad, objetivo y sentido de los gestos sonoros.

La síntesis de la vocalidad corporal (timbre), el gesto emotivo (figura melódica) y la agencia volitiva (conducción de las voces) componen para Cumming una figura o “persona musical”. En opinión de Lawrence Kramer (2001) este personaje virtual construido por el texto representa además el ideal cultural de una subjetividad normativa (“the Big Other”). El auditor que ocupa esta plaza aprende e interioriza unas determinadas formas culturales de sentir y experimentar las emociones. La música constituiría por lo tanto una de las herramientas de aculturación más importantes dirigidas a estructurar la subjetividad de los individuos. Claro que, como afirma Kramer, en la escucha se produce siempre una apropiación particular que hace que el auditor se identifique al mismo tiempo que se aparta o desvía del modelo [38].

En la práctica musical, no obstante, también se producen determinadas operaciones que contribuyen a de-construir la articulación de esta voz lírica y personal. En opinión de Kramer (1990: 183-189), esta estrategia subversiva se produce gracias a la introducción en la música de ciertos “efectos narrativos”. Como apuntamos anteriormente, los “efectos narrativos” en el ámbito de la literatura son aquellos que resaltan el plano de la voz narrativa para demostrar que esta conciencia presente no es sino la ilusión generada por el ejercicio textual y anónimo de una escritura. Según Kramer esta misma jugada podría ser trasladada al ámbito de la música: de lo que se trataría sería de mostrar que esa voz que nos interpela en el discurso musical no tiene una verdadera presencia y es tan sólo una ficción programada por un texto.

¿Cómo se produce esta de-construcción del “yo” subjetivo presente en una performance musical? En opinión de Carolyn Abbate (1991: 3-29), por una disociación de la voz física del intérprete [39] respecto al plano de la expresión. La voz de un recital musical es, por lo general, percibida como una VOZ unitaria que aúna expresión (logos) y una proyección física (plano del habla). Cuando asistimos a una interpretación improvisada, la voz musical emitida por el performer es tomada como una expresión que procede de su persona. En el caso de un músico que interpreta una pieza ajena, entendemos que pese a que la voz expresiva provenga originalmente de un compositor, ésta es asimilada y revivida a través de la subjetividad del performer situado sobre la escena. La expresión musical que escuchamos, por tanto, se identifica al mismo tiempo con la subjetividad del compositor y con el “yo” del intérprete.

El ejercicio de-constructivo que propone Abbate consiste en desdoblar esta voz “única” en una polifonía de voces, al desligar los dos planos de la enunciación (voz expresiva) y de la locución (voz física). La actividad de un cantante o un performer se comprendería entonces desde el plano exclusivo del significante material, como una voz física sin logos o irracional. Siguiendo esta perspectiva, el performer no es ya una persona que asimile y re-presente desde su interior una voz expresiva, sino más bien una especie de replicante que vocaliza o articula unas emociones ajenas en las que no se siente presente. ¿A quién pertenece entonces la voz expresiva? ¿Quién enuncia? Nadie. La voz subjetiva no es sino una entidad ficticia generada a partir de un texto musical. Lo que el performer activa es precisamente el “habla” de un registro o de un texto musical sin presencia, ni sujeto. El intérprete reaparece en esta visión de Abbate (compartida por Kramer) como un replicante que re-produce un texto registrado y proyecta el simulacro de un “yo” que se expresa. Abbate resalta incluso el carácter estremecedor de esta visión: la voz de la música inflige sobre nosotros un impacto físico sin que podamos descubrir un sujeto responsable detrás. Lo que percibimos no es una presencia, sino la encarnación de un signo (o de una ausencia).

Si en una ocasión anterior hablamos del acto de re-presentación como el paso del relato al recitar, en este momento asistimos a la operación contraria, es decir, a la demostración de que el recital o discurso presente de la música es en realidad un acto registrado y reproducido. Con lo cual, la voz de la música dejaría de contemplarse como la expresión viva de un sujeto presente (el performer) y pasaría a concebirse como la emisión de una voz pasiva y desconocida que relata o re-produce unos sucesos ya acontecidos. ¿Cómo realizar esta reconversión de la voz lírica y subjetiva de una cantante en la voz anónima del registro? ¿Cómo mostrar que la performance musical presente no es sino un relato o registro pasado re-producido? Una vez más Laurie Anderson recurre a la tecnología para hacer hablar a la música en pasado con voz neutra e impersonal.


7. Descentramiento del presente musical: tecnología electrónica y minimal

Una escena usual en sus espectáculos es verla interpretar un solo de violín o cantar sobre el escenario una canción. Siguiendo un marco de comprensión tradicional (heredero de la tradición romántica), diríamos que es la subjetividad de Laurie Anderson la que se expresa en los versos y canciones que ella interpreta. Que tanto en la poesía cantada, como en la pieza puramente instrumental, es siempre la voz interior de la artista la que se manifiesta. Los dispositivos tecnológicos que Anderson pone en juego, sin embargo, se dirigen a descentrar la presencia de esta voz subjetiva lírica y musical.

La primera de las operaciones acometidas es la reconversión tecnológica del instrumento estrella de sus actuaciones: el violín. El violín, instrumento romántico por excelencia, siempre ha sido asociado por su timbre a la voz humana y, consiguientemente, empleado como el vehículo de expresividad musical de un sujeto. Todas estas cualidades son mencionadas por la propia artista a la hora de exponer su valoración del instrumento:

Para mí, el violín es el alter ego perfecto. Es el instrumento más cercano a la voz humana, la voz humana femenina. (…) Me gusta el violín porque es un instrumento romántico y porque puedes transportarlo y caminar alrededor con él. (Anderson 1994: 33)

La asociación entre la sonoridad del instrumento y su propia voz subjetiva resulta evidente en estas afirmaciones. Anderson, no obstante, reconstruye tecnológicamente el cuerpo del violín transformándolo de un instrumento acústico, en otro electrónico. Al igual que en el caso de un cyborg donde los implantes o prótesis tecnológicas alteran la morfología del cuerpo humano, la naturaleza del instrumento se ve así completamente modificada.

El alcance de estas transformaciones, no obstante, va más allá de una mera alteración de su morfología y sonoridad. De instrumento acústico que produce un discurso musical “en vivo”, el violín pasa a concebirse como una suerte de aparato de re-producción sonora. Las manipulaciones que la artista ejerce sobre el instrumento en este sentido son numerosas [40]. De entre ellas destacan el “viofonógrafo”, violín en el que la artista monta un tocadiscos sobre el cuerpo e incorpora una aguja estéreo en el arco; el “tape bow violin” (“arco de violín cinta”), instrumento donde se añade un reproductor de cintas en el puente y una banda magnética pregrabada, con sonidos o frases que Laurie interpreta en ambas direcciones [41], allí donde deberían estar las cerdas del arco; y, por último, un violín digital que reproduce sonidos grabados y guardados en un sistema electrónico.

Gracias a estos dispositivos, Laurie Anderson de-construye la voz subjetiva emitida, presumiblemente, por el cuerpo del violín. La artista opera una disociación radical de la voz expresiva respecto al cuerpo del instrumento. El violín es desligado de su propia sonoridad acústica y comienza a emitir voces pregrabadas de naturaleza completamente distinta: otros instrumentos, el “habla” humana. En otras palabras, el cuerpo del violín es alienado respecto a su propia voz y poseído por OTRAS voces. Expropiado de su voz “subjetiva”, el instrumento reaparece como un replicante programado que re-produce un discurso ajeno. Este discurso musical que se emite en el presente acaba revelándose entonces como un registro (relato) re-producido. Y la voz expresiva que emana del violín se descubre como la voz pasiva e impersonal de una inscripción sonora.

Gracias a esta reconversión del violín, Anderson desliza el tiempo de la vivencia hacia un tiempo del registro. Los procedimientos de la música minimal también ayudan a dislocar esta experiencia de la presencia de una voz subjetiva. Como partícipe de la vanguardia norteamericana, Laurie reutiliza ciertos recursos de la música experimental minimalista (Philip Glass, Steve Reich, etc.) ligados al uso de tecnologías de reproducción sonora. Entre ellos, se encuentra la técnica de descentrar un mismo enunciado sonoro en una infinidad de réplicas [42] que se multiplican tanto dentro de un eje horizontal (despliegue de repeticiones en un eje temporal), como dentro de un eje vertical (proliferación de réplicas en el eje espacial). Un recurso típico del minimal consiste precisamente en multiplicar a nivel vertical una figura sonora en diferentes estratos que repiten horizontalmente este mismo diseño siguiendo pulsos distintos. Como consecuencia, la figura se descentra en diferentes estratos superpuestos que entran continuamente en relaciones de fase y de desfase.

Este proceso sonoro recuerda a una hermosa imagen del budismo zen: una luz de vela es reflejada por diferentes espejos situados alrededor; cada uno de ellos, a su vez, vuelve a reflejar las luces reflejadas en los otros espejos; de manera que se produce una red de reflexiones infinita en la que finalmente se acaba perdiendo toda noción de una luz central, presente u original. El procedimiento minimal, muy semejante a la superposición de imágenes transparentes que encontrábamos en Wind-Book, sirve igualmente a dislocar la presencia de una figura musical en una proliferación espacio-temporal de ecos o réplicas sonoras. Observemos la inversión radical que efectúa este método repetitivo respecto al principio tradicional de la variación musical [43].

El principio de la variación privilegia el modo de la presencia a través del recurso a la memoria. La variación, como proceso de transformación de una gestualidad sonora, se encuentra vinculada con el desarrollo de una conciencia que recoge los momentos pasados y proyecta los futuros en torno a una presencia central. Como señalaba Adorno, la variación musical es probablemente uno de los instrumentos más eficaces a la hora de re-presentar el tiempo de la vivencia asociado al flujo de una conciencia presente (la durée bergsoniana). La música, desde esta perspectiva, nos brindaría la oportunidad de identificarnos a una voz o conciencia subjetiva que se transforma y se desarrolla a lo largo del tiempo [44].

Los procedimientos musicales repetitivos, sin embargo, operan un traslado del modo de la presencia al de la temporalidad del registro. En el caso de la variación, la voz subjetiva se encarnaba en un gesto musical expresivo que se desarrollaba y ramificaba continuamente. En el caso del minimal, el gesto no se desarrolla, ni se varía: simplemente se repite. El gesto queda así desplazado respecto a su desarrollo en el tiempo de la vivencia y pasa a ingresar en la nueva temporalidad sin presente del registro. Se trata de un gesto suspendido, repetido ad finitum, que corta toda continuidad con los eventos precedentes y aquellos otros que podrían seguirle. Y toda acción sin consecuencia, es decir, que no altera realmente el estado de las cosas, es por definición, una acción ficticia. Si convenimos que una acción implica necesariamente algún tipo de cambio o variación, por mínimo que sea, en una situación, entonces un gesto sin consecuencia no sería sino la proyección fantasmal o la imagen ficticia de un evento que no sucedió o está por acontecer todavía.

La imagen nos recuerda en realidad a ciertas estrategias narrativas puestas en práctica por la meta-ficción postmoderna. En muchas de estas ficciones, carecemos de un marco de referencia o una estrategia de lectura coherente (aquello que Eco entiende como “isotopía”) que pudiera proporcionar una direccionalidad y un sentido a las acciones relatadas [45]. La línea de coherencia que establecía una relación necesaria entre la acción, una determinada direccionalidad u objetivo y la identidad de un personaje queda completamente difuminada. De manera que desvinculada de toda necesidad respecto a lo acontecido anteriormente y respecto a cualquier tipo de consecuencia futura, la acción presente se desfunda y pierde todo su significado. Y una acción vacía o arbitraria es simplemente una acción que “podría haber no ocurrido”. El gesto presente reaparece como la proyección de un pasado hipotético u onírico. La acción queda así suspendida en un tiempo virtual en el que parece haber pasado (presencia) y no pasado (ausencia) al mismo tiempo. En algunas de estas novelas este efecto se produce literalmente cuando una acción queda “suspendida”, es decir, borrada o anulada después de que hubiera sucedido [46].

De esta forma, la ficción postmoderna se propone reflexionar sobre la propia naturaleza ontológica de la ficción donde las acciones carecen de una presencia efectiva. Y más allá, sobre la condición inestable de las identidades en un mundo contemporáneo en el que la trayectoria vital del individuo puede ser anulada a cada instante. En opinión de Ricœur, las acciones que cada uno acomete son aquellas que van forjando y definiendo su identidad a lo largo de la vida [47]. Pero imaginemos que debido a la ausencia de un proyecto de vida y, consiguientemente, a la falta de una continuidad y coherencia, una persona posee la sensación de que todas estas acciones son insignificantes y podrían en realidad no haber ocurrido. Que incluso, como sucede en el caso de un replicante, ni siquiera está seguro de que hayan acontecido efectivamente. Su pasado entonces se des-sedimentaría, cayendo la persona en una rotunda crisis de identidad y de sentido [48].

La música minimal efectúa una de-substancialización del gesto sonoro semejante a la realizada en la meta-ficción postmoderna. En este caso, el enunciado sonoro electrónicamente repetido aparece desligado respecto a una continuidad en otros episodios musicales pasados y futuros. Se produce, por tanto, una desarticulación de la sintaxis musical como marco de referencia que otorgaba a los gestos sonoros una direccionalidad y un sentido. La figura sonora queda suspendida y, en su repetición constante, se va vaciando de toda expresión y significado. Conforme su identidad presente se diluye, el gesto comienza a resurgir como una imagen o apariencia sonora fantasmal, como un “eco del vacío” siguiendo la poética expresión de John Cage (2002), o un trazo (signo) de todas las ausencias pasadas y futuras.

Cabe apreciar que los procesos minimal de-construyen por completo la figura o “persona musical” a la que se refería Naomi Cumming. En un proceso repetitivo activado desde un violín o un teclado electrónico, como se da en los espectáculos de Laurie Anderson, se desmantela plenamente la impresión de una vocalidad corporal (timbre acústico), de una agencia volitiva (direccionalidad y sentido) y, por último, de un impacto contundente de una gestualidad expresiva. La desaparición de este impacto del gesto, de su presencia efectiva, conlleva la desintegración del sujeto musical y de esa acción performativo-discursiva que realizaba en un momento preciso. Como consecuencia, el “yo” lírico o la voz presente de la música, es decir, la posición de un sujeto enunciador del discurso, se desarticula. La música minimal electrónica es ciertamente producto de la voz pasiva y ausente de un registro que relata o re-produce unos sucesos sonoros ya acontecidos. El auditor no encuentra una posición presente de escucha desde la que abordar el proceso sonoro. Su escucha se ve más bien descentrada y desplazada hacia un punto de fuga o una perspectiva onírica situada fuera de todo espacio y de todo tiempo. De ahí la sensación que uno experimenta de cierta desorientación, como si se hallara flotando en un entorno virtual ingrávido.

Las canciones de Laurie Anderson se alejan e incluso invierten su función original de aportar la presencia de una voz y una acción narrativa. La música electrónica que acompaña sus historias y sus poemas sirve, por el contrario, para desplazar las acciones a otro tiempo (el de la ficción) y diluir toda presencia de un “yo” subjetivo. Un efecto que podemos apreciar en “Walking and falling”, una de las piezas inicialmente interpretada en United States y que posteriormente ha incluido en otros espectáculos. La letra de la canción hace en cierta manera alusión a la experiencia de precariedad que acompaña nuestro transitar por la vida. Esta sensación que tan adecuadamente ha sabido retratar la literatura postmoderna de un caminar errabundo o una trayectoria vital que, a cada instante, se hace y se deshace. Un caminar que no se consolida en ninguna ruta definida, sino que más bien se des-teje, con cada paso, en el abismo del olvido. Lo que se describe es un transitar fantasmal que compagina el caminar con el caer, y el avance con la disolución o el desvanecimiento… En definitiva, la presencia y ausencia simultánea de una en el curso de nuestros acontecimientos.

I wanted you. And I was looking for you.
But I couldn’t find you.
I wanted you. And I was looking for you.
But I couldn’t find you. I couldn’t find you.
You’re walking. And you don’t always realize it,
but you’re always falling.
With each step, you fall foward slightly
And then catch yourself from falling
Over and over, you’re falling.
And then catching yourself from falling.
And this is how you can be walking and falling
at the same time.
(Anderson, Laurie. 1982. Big Science. Warner Bross)

La voz de Laurie, la presencia de ese “yo” lírico que recita, queda igualmente descentrada debido a la inclusión de una sonoridad electrónica que se repite dentro de un loop infinito. Su voz parece hablarnos así desde otro lugar y desde otro tiempo, tal vez desde la posición opalescente de un ser que es y no es al mismo tiempo. Como si se tratara de una voz fantasmal que surge, a modo de una “aparición” ausente, a partir del trazo electrónico de una escritura.


8. CONCLUSIÓN

El desarrollo de las tecnologías de la información y de la comunicación ha dado paso al advenimiento de una nueva cultura oral inscrita en el seno del régimen de la escritura. Como consecuencia, muchos de los intercambios humanos comienzan a operarse a través de la mediación de aparatos electrónicos de registro y de re-producción. Si uno repara en ello, la relación entre ser humano y máquina constituye ya uno de los ejes principales de nuestra experiencia cotidiana. Las actividades del individuo autónomo valorado por nuestra cultura contemporánea se realizan a través de una interacción con programas operativos que desplazan completamente los intercambios intersubjetivos entre seres humanos. En un día cualquiera, una saca dinero en cajeros, deja varios mensajes en contestadores automáticos, envía correos electrónicos, compra productos y adquiere servicios a través de máquinas expendedoras, etc.

La centralidad cultural de esta interacción del ser humano con los sistemas de escritura se manifiesta no sólo en la relación que establecemos con máquinas, sino también en nuestro acceso al otro a través de una documentación en diferido (textos, fotos, etc.) o la proyección que hacemos de nosotros mismos (vía face-book, chats, etc.) como imagen registrada e índice de una presencia desvanecida. La tecnología está contribuyendo, en este sentido, a un desplazamiento de los modos de presencia habituales y a la implantación de nuevas formas de “aparición” por medio de inscripciones electrónicas.

Nuestra vida cotidiana ha comenzado incluso a orientarse recientemente en función de esta nueva modalidad del ser en y para el registro. La grabación continua de las acciones y acontecimientos presentes con objeto de documentar y narrar nuestra vida cotidiana (vía face-book, etc.), se ha convertido en una práctica usual. Esta manía registradora abre una nueva forma de percepción situada entre el tiempo de la vivencia y del registro, entre el tiempo de la acción presente y el de la acción relatada. La tecnología nos sumerge así cada vez más en un tiempo virtual donde se fusionan la presencia de una acción efectiva y la ausencia de un hecho registrado.

Nos alejamos aquí de esa noción de una identidad narrativa expuesta por Ricœur (1990) donde primeramente se producían unos eventos efectivos que posteriormente podíamos relatar. En el tiempo de la grabación, la experiencia y el relato se confunden dando lugar a una percepción onírica en la que los acontecimientos están ahí presentes, al mismo tiempo que no lo están. Se trata de esa sensación de vivir inmerso en un relato de ficción audio-visual y de acometer acciones que tienen y no tienen lugar simultáneamente. La condición de una identidad virtual que se construye a partir de sucesos cuya vivencia efectiva una no puede asegurar, ha sido explorada tanto por la meta-ficción postmoderna, como por la ficción tecnológica del cyber-punk.

Las narraciones cantadas de Laurie Anderson recogen ambas expresiones de la ficción postmoderna para componer igualmente una meditación poética sobre el estatus ontológico de unos seres orientados a existir en la ausencia/presencia electrónica de las redes telemáticas. Su obra reflexiona de manera lúcida acerca de este impacto de la tecnología en la memoria y la construcción identitaria tanto individual, como colectiva. Anderson nos muestra el papel central del signo en la cultura tecnológica; la sustitución progresiva, en nuestro acceso al mundo, a los otros y a nosotros mismos, de la co-presencia por una tele-presencia inscrita; la aparición de nuevos modos de percepción y experiencia situados a caballo del tiempo de la vivencia y del registro; y, consiguientemente, la atenuación del impacto de mis acciones y de las del otro, pese a que, en realidad, puedan ser mortalmente efectivas (como resultaron las bombas lanzadas en la Guerra del Golfo aunque fueran visualizadas en un bonito videojuego).

La tecnología nos brinda la oportunidad de “quitar hierro” a nuestra confrontación con la realidad, de amortiguar el impacto de la presencia del otro y de uno mismo hasta el punto de experimentar una suerte de efecto narcótico como el que envolvía a Neo dentro del mundo virtual de Matrix. Este estado de embriaguez o somnolencia se corresponde con la dimensión onírica de un ser humano que, al igual que el replicante, no está muy seguro de que los episodios que jalonan su historia y articulan su identidad hayan realmente sucedido. Como se apunta en la película de ciencia-ficción AeonFlux, la tecnología faculta la réplica o clonación perpetua de las experiencias sin que seamos ya capaces de afrontarlas con la contundencia de una vivencia substancial e irreversible. La misma sensación nos embarga cuando el intento de aprehender y estar presente en una música improvisada resulta fallido, porque una contaba ya desde un inicio con la posibilidad de re-producir y repetir esta experiencia de nuevo. Es como si el lema de “sólo se vive una vez” hubiera perdido su sentido en un mundo clónico donde todo el mundo presupone la seguridad de las x oportunidades (o x comodines) y ya nadie es capaz de reaccionar espontáneamente ante un evento único e irrepetible. La imposibilidad de salir de este estado letárgico y la añoranza por una fricción con el otro y con el mundo que devolviera al cuerpo humano la capacidad de sentirse, empujaba a los protagonistas de la novela de J. G. Ballard, Crash, a recorrer las autopistas en busca de estímulos salvajes y destructivos. En los espectáculos de Laurie Anderson, asimismo, también los loops interminables de las melodías minimal, la distancia de las voces registradas y electrónicas, la desmaterialización de su persona en una difracción de sombras y luces, contribuyen a recrear esta atmósfera fantasmagórica de un soñar despierto, ausente y presente al mismo tiempo, propio de la inmersión en la tecnología.

Pero Laurie Anderson no sólo reflexiona, desde un punto de vista fenomenológico, sobre los nuevos modos de percepción temporal y las nuevas formas de subjetividad precarias, plagadas de incertidumbres, que afloran ligadas a los usos contemporáneos de la tecnología. Su trabajo también aborda otro tipo de problemáticas en relación con la repercusión de estos medios en las interacciones sociales y en la articulación de la memoria colectiva. La valoración que la artista realiza de los medios tecnológicos a este respecto no se reduce a un punto de vista maniqueo y comprende un examen complejo que engloba tanto las potencialidades liberadoras, como los peligros a los que nos enfrentan. No es lugar aquí de extendernos demasiado en la implicación de esta reflexión social, e incluso política, que apareja su obra (aspecto que conllevaría la redacción de otro artículo distinto). Simplemente señalaremos un par de cuestiones relevantes vinculadas con esta disolución de la presencia facultada por la escritura tecnológica.

En primer lugar está la utilización estratégica que hace Laurie Anderson de la tecnología, con objeto de de-construir los relatos que han conformado ciertos rasgos característicos de nuestra sociedad occidental. Anderson revisita estas historias y acomete una disolución del sujeto de discurso articulado por estas narraciones culturales. El objetivo de esta operación no es sino conceder la palabra y expresar el punto de vista de aquellas/os que históricamente no han tenido la oportunidad de tener una presencia hegemónica en la construcción de nuestros relatos. Se trata de todas esas no-personas (“nobodies”) excluidas a quienes se les denegó el privilegio de hablar e inscribirse como presencias en la historia y, por tanto, sólo figuran a modo de unas terceras personas ausentes acerca de las que se habla o se escribe. Valiéndose del anonimato que ofrecen las tecnologías de la escritura, Laurie se propone desplazar la presencia central de los sujetos del discurso para hacer aflorar esas manifestaciones opalescentes, a media luz, que emergen a partir del testimonio de unas palabras registradas. La tecnología se pone aquí al servicio de recuperar la memoria de esas terceras personas ausentes y excluidas.

Más allá de la re-articulación de una memoria histórica, Anderson también reflexiona sobre las nuevas posibilidades de interacción social desarrolladas por las tecnologías. En consonancia con ciertas teorías de la diferencia, Anderson parece afirmar que el anonimato de la escritura permite una de-construcción de la dicotomía tradicional entre la presencia de una subjetividad hegemónica (el hombre blanco occidental) y la ausencia de unas terceras personas marginadas y periféricas (mujeres, negros, homosexuales, etc.). Según autoras como Donna Haraway, la tecnología electrónica es un medio que garantizaría en principio un anonimato capaz de neutralizar las jerarquías establecidas en torno al género, la raza o el origen de procedencia, permitiendo así un acceso y una participación de los colectivos excluidos hasta este momento. De manera que, y siguiendo la argumentación de Anderson en “Lower Mathematics”, esta tecnología brindaría la oportunidad de nivelar la presencia de todos los seres humanos, al permitir que éstos ingresaran en las redes telemáticas por medio de inscripciones electrónicas, o lo que es lo mismo, bajo una forma situada entre la presencia de un yo discursivo (1) y el anonimato de una tercera no-persona (0).

Los espectáculos de Laurie Anderson, sin embargo, no sólo apuntan al potencial liberador facilitado por estos medios tecnológicos (rearticulación de la memoria histórica y la participación de los colectivos más desfavorecidos), sino que también muestran su contrapartida peligrosa. Porque el anonimato de la escritura electrónica da una amplia cobertura a las prácticas de resistencia simbólica provenientes de colectivos estigmatizados, pero también proporciona un camuflaje a los poderosos que no quieren responder frente el mundo por sus actos. La disolución de ese QUIÉN responsable, de la presencia de una persona física que se hacía cargo tanto de sus palabras, como de sus acciones, es un rasgo característico de un mundo contemporáneo copado de simulacros mediáticos. La tecnología facilita a empresas, instituciones y usuarios particulares el poder de actuar en la sombra, mediante intermediarios y avatares ficticios de toda clase. En última instancia, una descubre que detrás de todo este despliegue de presencias ficticias destinadas a generar confianza, no existe sujeto alguno que responda ante nosotros. En una de las canciones pertenecientes a su álbum Big Science, Anderson remarcaba este hecho al relatar la deriva de un avión sin piloto. En el momento de crisis, los avatares presentes destinados a generar una confianza en la tecnología aeronáutica (las azafatas con su peculiar lenguaje que combina la seguridad del gesto, con la amabilidad de una sonrisa) desaparecen y tan sólo emerge la voz neutral y electrónica de un contestador automático. Los usuarios se percatan entonces de que se encuentran en manos de una máquina impersonal que es completamente indiferente a su suerte. Tal como la presentan los espectáculos de Laurie Anderson y ciertas películas de terror pertenecientes a la ciencia-ficción tecnológica, constituye ésta la cara menos amable y más inquietante de nuestras sociedades high-techs contemporáneas.


NOTAS

[1] Véase Anderson 1994: 14.
[2] La obra se encuentra descrita en Anderson 1994: 98. Para un análisis más pormenorizado de esta obra, véase igualmente Kardon 1983: 9-12.
[3]Citado en Kardon 1983: 12.
[4]Se trata de un lema recurrente en varias de sus obras. En la retrospectiva acerca de su trayectoria artística realizada en 1992, Laurie Anderson recopila bajo este mismo epígrafe un conjunto de obras que evocan la fugacidad de los acontecimientos registrados en prensa (Anderson 1994: 12-15).
[5]El “pasado hipotético” determina la condición existencial de los replicantes de Blade Runner. Esta marca temporal define asimismo, como relato pasado de un futuro aún por llegar, el género de la ciencia-ficción.
[6]Para un análisis sobre los simulacros de co-presencia en el medio de la televisión, véase Morse 1998: 36-48.
[7]Algunos fragmentos de esta performance se encuentran recogidos en Anderson 1994: 29-32.
[8]Dado que la frase del magnetófono ha sido previamente registrada, la posterioridad de la frase pronunciada en vivo y en directo la convierte en realidad en la sombra o el eco repetido.
[9]La imagen del deslizamiento de las palabras, los sonidos o las imágenes es recurrente a lo largo de la trayectoria de Laurie Anderson. Este deslizamiento, por ejemplo, guarda una estrecha relación con una bella imagen conceptual recogida en Duets on Ice (1975): en esta performance Anderson evoca mentalmente el movimiento del patinaje a través de unos patines inmóviles incrustados sobre un bloque de hielo y el deslizamiento sonoro producido por el vaivén del arco del violín. Esta pieza se encuentra comentada en Anderson 1994: 39-45.
[10]Esta sensación se corresponde con el concepto de “lo extraño” (“the uncanny”) desarrollado por Freud en uno de sus ensayos. Se trata del sentimiento de extrañeza que experimentamos en relación a algo familiar.
[11]Véase Derrida 2003: 28.
[12]Anderson retoma este concepto de Burroughs en una de sus canciones “Language is a Virus from Outer Space” de Home of the Brave (1985).
[13]La ficción tecnológica es aquella literatura de ciencia-ficción que explora la relación entre el ser humano y la máquina o los sistemas tecnológicos (realidad virtual, robots, etc.). Su máxima expresión se da en el sub-género cyber-punk. Véase a este respecto Cavallo (2000), Heuser (2003), Featherstone and Burrows (1995) y Bukatman (1993).
[14]En la de-construcción de Derrida la voz del pensamiento (sentido) acaba apareciendo como producto de la voz significante y de su movilización. El sentido no es sino una encarnación del signo.
[15]Las máquinas reflejan en este sentido la indeterminación del pronombre francés “on”. Se trata de un pronombre impersonal en tercera persona plural que apunta hacia la indeterminación de un(os) cual(es)quiera. Véase a este respecto Benveniste 1966: 232.
[16]“Opalescente” es el término escogido por el fenomenólogo polaco Roman Igarden para analizar la condición ontológica de la ficción. Véase McHale 1987: 30-33.
[17]Véase el artículo “De la subjectivité dans le langage” en Benveniste 1966: 264-266.
[18]Patron se refiere principalmente a ciertos autores centrados en la narratología enunciativa como Genette y Rivara. Tomaremos a este último (Rivara 2000) como punto de referencia a la hora de exponer este primer modelo teórico.
[19]En opinión de Genette, toda narración está, explícitamente o no, en la primera persona, dado que su voz se puede identificar siempre con un “yo” presente que habla. Véase Patron 2006: 119.
[20]Véase la relación que establece en este sentido Rivara entre la naturaleza de los juegos y los enunciados de ficción (Rivara 2000: 279-313).
[21]McHale (1987) analiza algunas de estas estrategias de la meta-ficción. Véase a este respecto el capítulo “The Chinese-box worlds” (112-130).
[22]En una ficción postmoderna (como en la serie “Lost”) se plasma continuamente esta sensación de que el momento “presente” de la narración, vivido tanto por el personaje, como por el lector que lo acompaña, es en realidad un momento registrado previamente programado que está siendo re-producido.
[23]Véase el epígrafe “One among the new arts of presentation” en Morse 1998: 159-163. Morse analiza ciertas manifestaciones ligadas a la vanguardia de la segunda mitad del siglo XX (minimal art, performance art, video instalaciones) como aportaciones que contribuyen a la reflexión sobre los simulacros de presencia a los que nos someten diariamente los media y la tecnología (conversaciones registradas como conversaciones en tiempo real en nuestra interacción cotidiana con máquinas y con la televisión, etc.). Estas manifestaciones artísticas se concentran en la dimensión del discurso para mostrar, posteriormente, que este “presente” se encuentra registrado y construido. Véase también a este respecto el análisis de Berger (1984) sobre las estrategias de la performance postmoderna (entre ellas, aquellas pertenecientes a Laurie Anderson).
[24]Este tour dio posteriormente nacimiento a un film concierto titulado Home of the Brave (1985). Véase Anderson 1994: 210-217. Numerosos fragmentos de este concierto filmado se encuentran disponibles en www.youtube.com.
[25]Hemos optado aquí por vincular los conceptos de “persona” y “no-persona” a las reflexiones esgrimidas por E. Benveniste. El uso del concepto “persona” se halla, por tanto, desvinculado de su raíz latina en el término “personae”, el cual significa máscara usada por un personaje teatral. De ahí que hayamos vinculado la máscara con el concepto de la “no-persona”.
[26]En la retrospectiva de 1992 acerca de su obra, Laurie Anderson (1994) dedica al menos un par de apartados a la temática del ventrílocuo (33-38) y los alter-ego (82-88). Para un análisis sobre ciertas implicaciones de los avatares en la obra de Laurie Anderson, véase Mckenzie (1997).
[27]Véase Anderson 1994: 37 y 88.
[28]Los espectáculos de Laurie Anderson muestran que el lenguaje supuestamente neutral de los medios tecnológicos aún sigue fuertemente masculinizado. Muestra de ello es la “voz de la autoridad” masculina que aparece en los medios de comunicación asociada a un carácter de neutralidad objetiva. Véase Anderson 1994: 150-152.
[29]Originalmente creada para el espectáculo United States, esta canción alcanzó éxito comercial como single en las listas británicas en 1981. Posteriormente pasó a formar parte del álbum Big Science (1982). El video musical es de 1982 y está disponible en www.youtube.com.
[30]Esta sensación de estar poseída por parte de un logos o una voz interna ajena, reaparece en una instalación titulada Hand table en la que el espectador, gracias a la conducción sonora que realizan los huesos de su cuerpo, es capaz de escuchar en su interior una voz registrada que dice “Now I in you without a body move”. Véase Anderson 1994: 47.
[31]Véase el apartado “Made of Light: silent movies” en Anderson 1994: 110-117.
[32]En la temprana fecha de 1975, Laurie Anderson aparecía ya vestida en la performance Songs and stories for the insomniac con un traje pantalla-blanco diseñado por Patrice George. En Anderson 1994: 104-105.
[33]Esta performance se encuentra documentada en Anderson 1994: 135. También se puede visualizar en www.youtube.com.
[34]Véase a este respecto la revisión de Kramer (1992) sobre la obra Unsung Voices: Opera and Musical Narrative in the Nineteenth Century de Carolyn Abbate.
[35]Para una discusión más pormenorizada de estas problemáticas véanse el Prefacio y el primer capítulo “Music’s Voice” en Abbate 1991: ix-xvi/ 3-29.
[36]Véase el epígrafe “Voices, gestures and acts of agency” en Cumming 1997: 7-11.
[37]Eco afirma a este respecto: “Cela nous autorise à supposer que /isotopie/ recouvre divers phénomènes sémiotiques génériquement définissables comme cohérence d’un parcours de lecture, aux différents niveaux textuels.” (“Ello nos autoriza a suponer que /isotopía/ recubre diversos fenómenos semióticos genéricamente definibles como coherencia de un recorrido de lectura, en diferentes niveles textuales.”). En Eco 1985: 117.
[38]Para ahondar en esta relación entre música y articulación de la subjetividad véase Kramer (2001), Dibben (2006) y Vila (1996).
[39]La voz física se entiende aquí desde un punto de vista genérico que comprende tanto lo vocal como la voz procedente del cuerpo instrumental.
[40]Véase a este respecto Anderson 1994: 33-38.
[41]Laurie Anderson trata de generar audio-palíndromos o sonidos reversibles a través de la lectura de una misma frase registrada siguiendo los dos sentidos del arco. Véase Anderson 1994: 36.
[42]Esta repetición de una misma figura sonora puede darse a través de una repetición acústica o una réplica electrónica.
[43]Para más detalle sobre la de-construcción de los procedimientos de variación en la música minimal y su relación con la lógica deleuziana de la diferencia y la repetición, véanse Mertens (1983) y el epígrafe “La lógica de la diferencia y la repetición en la música minimal” de Kaiero (2008: 239-242).
[44]Para un análisis sobre la diferente articulación de la memoria en los procedimientos de variación defendidos por Adorno y la música minimal, véase Kaiero 2008: 242-247. Para un análisis sobre la desarticulación de las referencias espacio-temporales en la música de Laurie Anderson, véase McClary (1990).
[45]Para ahondar en este concepto narratológico de un recorrido coherente de lectura véase el epígrafe “L’Isotopie” en Eco 1985: 117-128.
[46]En relación a estos efectos disruptivos de la trama narrativa en la meta-ficción postmoderna, véase el apartado “Worlds under erasure” en McHale 1987: 99-111.
[47]Retomamos aquí el concepto de “identidad narrativa” desarrollado en su libro Soi-même comme un autre (1990).
[48]En opinión de Richard Sennet (2000), la incapacidad de establecer un proyecto de vida debido a la extrema movilidad requerida por las nuevas condiciones económicas del neoliberalismo, está conduciendo a una crisis de sentido y una “corrosión del carácter” de los individuos. Otros autores como Barglow (1994) apuntan a una crisis del sentido favorecida por la sustitución gradual de la intersubjetividad humana a través de la interacción con máquinas. Véase también los debates establecidos en torno a esta relación entre subjetividad, tecnología y sociedad contemporánea en Grodin y Lindlof (1996).


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