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La música y los jóvenes de los sectores populares

Pablo Semán y Pablo Vila

Resumen
En este trabajo nos interesa desarrollar dos percepciones relativas al gusto musical de los jóvenes en la Argentina: por un lado que existe un  “más allá” de las comunidades interpretativas fijas y homogéneas que no sólo revela más riqueza sino, también, otras bases para la relación con lo que comúnmente llamamos “géneros” (de acuerdo a la definición que de ellos proponen los músicos, los agentes del mercado musical y muchos analistas). En este punto se revela la eficacia de los nuevos modos de acceso a y reproducción de música en la individualización creciente del menú musical. Por otro lado, nosotros mismos también comenzamos a observar más allá de cada “género” a través de ellos y a descubrir otras regularidades en cuanto a temas, sujetos y actividades que implica cada “género” musical. En este punto se trata de subrayar temas comunes a través de los cuales los jóvenes constituyen sus identidades en una época de cambios estructurales de la sociedad argentina tales como: la decreciente legitimidad del trabajo, el cambio de regulaciones en la esfera de la sexualidad, etc.

Palabras clave: Géneros musicales-gusto musical-identidades culturales


Abstract
In this introduction we want to develop two perceptions regarding musical taste among youth in Argentina: on the one hand, we want to stress that there is a “beyond” fixed and homogeneous interpretive communities that not only reveals a richer scenario, but also shows other bases for the relationship to what we usually refer to as “genres” (as defined by musicians, musical agents and brokers, and musical analysts as well). It is precisely here where the efficacy of the new modalities of access and reproduction of music reveals itself in the increasing individualization of musical menus. On the other hand we also begun to see “beyond genres,” throughout them, discovering other regularities in relation to themes, subjects and activities that are implied in different musical “genres.” In this regard, we try to underline the recurrent themes through which youth constitute their identities in an epoch of structural changes in Argentine society such as: the decreasing legitimacy of work, the changes in the regulation of sexuality, etc.

Key words: Musical genres-musical taste-cultural identities


Introducción

Para empezar a comprender lo que sucede con la música y las identidades sociales entre los jóvenes de los sectores populares de Argentina tal vez convenga comenzar por un contraste como el que ofrecía el blog de la revista Rolling Stones reflejando el ánimo que sucedió al ciclo de recitales de reencuentro que brindó Soda Stereo a fines de 2007 (uno de los grupos musicales favoritos de muchos jóvenes de clases medias). Entre los mensajes uno afirmaba que “la buena onda, el cuidado del lugar, el orden y la limpieza, la organización del recital” hacían pensar que “otra Argentina era posible” comparándola con la realidad desgraciada que, para el que escribía, es la Argentina actual. La connotación de esta expectativa quedó precisada por un incidente: un crítico se burló de esa afirmación sosteniendo que el recital había sido frío, lavado, “careta” y motivado por la ansiedad monetaria. En las respuestas de quienes se solidarizaron con la posibilidad de otra Argentina  el crítico del primer mensaje fue tildado, entre otras cosas, de “ricotero amargado”[1], de escucha de “Rock Chabón”, etc. El intercambio es bastante revelador de los supuestos que juegan en el cruce de la música y las identidades juveniles: desde el punto de vista de las clases medias habría una realidad de desorden, suciedad, propia de los que escuchan cierta música y tienen cierta pertenencia social. Y si en el intercambio de mensajes que estamos analizando (en el contexto de una revista dedicada a la música de rock) la referencia se hace en relación explícita al rock escuchado en los sectores populares, y sobre todo a la realidad social que ese rock espeja y retrata, algo semejante ocurre con las manifestaciones de jóvenes de clases medias que admiten cualquier tipo de música, menos la cumbia. Mas allá de lo que se elige como género enemigo se antagoniza socialmente a través de su denostación. Desde el punto de vista de las clases populares ciertas preferencias y evaluaciones musicales revelan una orientación moral y social cuestionable -“música amarga”, “música careta”, “música concheta” es algo que puede aplicarse a Soda Stereo o a la música electrónica. Los actores en conflicto no se equivocan en resaltar el valor social de las diferencias de gusto que revelan el poder de constitución social de la música. Los que califican de ricotero amargado, tampoco yerran tanto en registrar una pauta específicamente popular. Si su afirmación resulta socialmente agresiva es porque identifican su sociología con sus valores. Hacerles caso a unos o a otros sería incurrir en los pecados del populismo y el miserabilismo que denuncian Grignon y Passeron (1992). En esta introducción trataremos de ir más allá de esa identificación para dar cuenta de la realidad que aparece en la relación de los jóvenes de sectores populares con la música -esa realidad que a los ojos de las clases medias configura un mundo degradado.

En el inicio de la investigación que dio origen a gran parte de los artículos que forman esta compilación se encuentra un corpus de entrevistas y observaciones realizadas por un equipo de investigación que constituimos en 2004 y junto al cual realizamos una primera etapa de reconocimiento de las prácticas y categorías de recepción musical de los jóvenes del área metropolitana de Buenos Aires (Ciudad de Buenos Aires y Gran Buenos Aires)[2]. En esa masa de datos surgía un modo de apropiación que desbordaba nuestras hipótesis previas y lo que habíamos aprendido de investigaciones anteriores: los jóvenes se apropian de la música según situaciones, usos y códigos que combinan o excluyen oportunamente, demostrando un conocimiento bastante complejo de tales códigos y sus reglas concomitantes.

De este modo lo que llamamos “género”, desde el punto de vista de los oyentes no es el mismo tipo de unidad que desde el punto de vista de los grupos musicales, del mercado, de la crítica musical y aún de los investigadores que se ocupan de estudiar las apropiaciones de la música por parte de los públicos. Podría decirse que tras las hipotéticas comunidades interpretativas de un “género” o un grupo musical encontramos un universo abigarrado, complejo y difícil de ser captado en la univocidad y totalidad de su adhesión a un “género”, a un conjunto o a una trayectoria musical. La adhesión a “géneros” musicales no implica, más que como un modo posible entre varios, la existencia de “tribus”. Limitados por experiencias anteriores de investigación en las que nos interesaba uno solo de esos códigos, y por la particularidad histórica de algunos de los fenómenos que investigamos que, de alguna manera, por su importancia en la conformación de identidades colectivas -y por el hecho de que el campo aparecía con otra segmentación-, si llegaban a conformar grupos más o menos diferenciados, demoramos en descubrir hasta que punto el gusto por uno de ellos (por el rock, o ciertas variantes dentro del rock, por la cumbia o sus variaciones, etc.) no implica que los jóvenes vivan exclusivamente en una pauta de adhesión exclusivista, homogénea y unívoca.

En otras palabras, una particular combinación entre dos vectores. De un lado la  especificidad histórica (la existencia fáctica de actores colectivos ligados a la música, la inexistencia, todavía, de modos de escucha que fragmentan esas colectividades hasta límites nunca pensados). De otro lado nuestra trayectoria intelectual (nuestra predilección por análisis de corte culturalista al estilo de la Escuela de Birmingham) nos hizo no prestarle la debida atención a la complejidad del gusto musical popular, a los factores que en ese momento, y mucho más en la actualidad, heterogeneizan y hacen lábiles a las comunidades interpretativas.

Hay un “más allá” de esa forma de adhesión que no sólo revela más riqueza sino, también, otras bases para la relación con lo que comúnmente llamamos “géneros” de acuerdo a la definición que de ellos proponen los músicos, los agentes del mercado musical y muchos analistas. Por otro lado nosotros mismos también comenzamos a observar más allá de cada “género” a través de ellos y a descubrir otras regularidades en cuanto a temas, sujetos y actividades que implica cada “género” musical.

Así la complejidad de la configuración del gusto juvenil en sus referencias y en sus prácticas, así como la regularidad de sus temas y actividades son el objeto de este trabajo que introduce, pero también precede lógicamente, a una serie de trabajos que han dado cuenta de situaciones más circunscriptas del gusto juvenil en los sectores populares.

Si los trabajos que forman parte de la compilación indagan puntos específicos focalizados en la realidad parcial de los “géneros”, esta introducción intenta dar cuenta de las situaciones que desbordan ese sujeto de análisis y de la unidad del conjunto de la configuración cultural en la que aparecen esos “géneros”. Una síntesis anticipada de este esfuerzo es la siguiente: la pluralización del gusto musical introducida tanto por el mercado, como por la productividad de las creaciones y apropiaciones musicales de los jóvenes, fragmenta el gusto juvenil en especies particulares, muchas veces aparente o realmente irreductibles, pero, a través de ellas, da lugar a y se alimenta de una cierta homogeneidad temática, un cierto espíritu de crítica social, de rebeldía comportamental y de simbolización de una actitud sexual en las que se combinan la ruptura propia de las generaciones con una ruptura cultural derivada de la erosión de la integración basada en el trabajo, la educación, el esfuerzo, la contención sexual y el apego a la norma. Aquí trataremos de describir algunas de las características de cómo la música se consume y se usa entre los jóvenes de algunos de los principales conglomerados urbanos de la Argentina.  

Los trabajos que presentamos en esta compilación realizan análisis de casos específicos relativos al consumo y/o producción de música entre jóvenes de grandes urbes de la Argentina: el rock en sus diversas vertientes, la cumbia y la música de cuartetos que son “géneros” privilegiados en el repertorio musical de los sectores populares y en parte de las clases medias del país. Representan el resultado del trabajo desarrollado por investigadores que han estudiado específicamente esas expresiones musicales y sus públicos. En la consideración conjunta de los trabajos que se presentan en esta compilación y en el análisis de los resultados de nuestra investigación, pueden leerse dos dimensiones recíprocamente implicadas y las transformaciones que las afectan.

La primera de ellas remite a una condición que se evidenció a lo largo de los diversos trabajos de campo que se encararon para realizar una buena parte de los artículos, así como en la investigación destinada a establecer las categorías de apreciación de los “géneros” entre los jóvenes en general. Se trata de la dimensión que permite construir a la música como objeto de análisis social en las condiciones contemporáneas de producción, circulación y reproducción de música. Veremos que es posible identificar una serie de causas de fondo que permiten comprender lo que podría aparecer como dispersión y renovación de los “géneros”, así como la existencia de complejas pautas de estructuración interna y de relación entre los mismos.[3]

En esta dimensión observamos una tensión entre la tendencia a la individualización y la singularización del consumo musical, por un lado, y la homogeneización en diversas categorías de identificación social a través de las definiciones de la música que ofrecen los productores y diversas instancias del mercado, por el otro.

La segunda de esas dimensiones remite a las condiciones sociales específicas en que se realizan dichas actividades y su productividad en cuanto a la transformación de las formas de identidad social reivindicadas y elaboradas por los jóvenes a través de la música. Aquí observamos la pluralización de los “géneros” musicales preferidos por los jóvenes y la renovación de las categorías de identificación que muchos jóvenes elaboran a través de la música: las representaciones del ser “careta”, “rockero”, “negro”, por ejemplo (representaciones de larga data en la historia de la música popular argentina y en el imaginario del país en general), mantienen su centralidad, pero han dejado de ser exclusivas y han actualizado su significación. A ellas se han agregado formas de categorizar a los sujetos que, como las de “rescatado”, “pibes grandes”, “pibes chorros”, etc., se relacionan con el cambio de configuración social con el que dialoga, en relaciones de recíproca constitución, la música. Este fenómeno se retroalimenta de las transformaciones estructurales de la sociedad argentina, por un lado, redefiniendo el campo del rock en sus variantes y relaciones y, por el otro, haciendo lugar a expresiones juveniles que reciclan manifestaciones musicales vinculadas a diversas tradiciones locales, distantes de las líneas centrales de promoción de la industria discográfica que en la actualidad privilegia diversas formas de pop y de rock o las múltiples variantes (que van desde Shakira a Arjona) de lo que se conoce como “música latina, romántica, o pop en español”[4].Tomando en cuenta nuestros datos, resumiendo la lectura de los trabajos que presentamos, contextualizando su lectura y estableciendo comunes denominadores y sistemas de contrastes que pueden reconocerse en su examen conjugado, presentaremos detalladamente las dos dimensiones a las que nos hemos referido.

 

La realidad de los “géneros” en las condiciones actuales de circulación, producción y reproducción de música

Uno de los supuestos que parece guiar muchos estudios sobre el consumo musical es presuponer que los escuchas asocian sus gustos por afinidades de manera tal que habría una relación de empatía favorable con un grupo X y con el tipo de grupos que tocan la misma música que ese grupo, e incluso con las personas que gustan de los grupos que participan de ese conjunto. De este supuesto deriva toda una tendencia a suponer que una comunidad interpretativa constituye una “tribu urbana” más o menos homogénea y separada de otras, identificadas con los valores de esa comunidad concebidos de forma bastante unívoca. La hipótesis de las “tribus urbanas” (Maffesoli 1990)[5], que ha guiado la percepción que tienen algunos estudiosos de las relaciones entre públicos y músicas, representa, desde el punto de vista lógico e histórico un verdadero obstáculo epistemológico. La postura de Maffesoli capta la adhesión a un grupo y un “género” musical, como un caso de “neo tribalismo” en el que la “pasión comunitaria” y “alegría de la vida primitiva” (Maffesoli 2002: 227)  vitalizan con la presencia de lo arcaico la posmodernidad concebida como frialdad, individualismo y racionalización. El tribalismo, efervescencia móvil, presenta una lógica de construcción de experiencias y sujetos que se opone a los esencialismos del individuo y la identidad (Maffesoli 2002: 237) y parece inspirarse en fenómenos como las raves[6]. Nuestros análisis chocan contra esta hipótesis tanto al partir como al llegar.

En primer lugar el efecto sorpresa del uso del sustantivo tribu no va más allá del contraste y se revela inoperante ya que el contenido analítico del término tribu no se corresponde con ninguna elaboración contemporánea de la etnología y revela, más bien, su apoyo en referentes modernocéntricos de la antigüedad.

En segundo lugar un problema derivado de su uso: al no extraer más denominador común que la propia voluntad de agregación -de socius, dice Mafessoli--, aún concebida en su carácter precario (generador de colectividades inestables) esta hipótesis se priva de establecer otras “comunidades”: las que atraviesan a las supuestas tribus y refieren a contenidos culturales significativos en una época y son recurrentes en las “tribus”. Una cuestión diferente es la que han planteado autores como Bennet, Kahn-Harris, Carrington, Wilson, Weinzier, y Muggleton, que apuntan, como nosotros, a la heterogeneidad interna de las comunidades ¯en nuestro caso apuntamos también a esto como elemento de su desestabilización y fragilidad.

Una tercera posibilidad crítica va en sentido contrario a la anterior, y apunta a las bases históricas de esa conceptualización. Cuando se combinan las  observaciones que siguen y se ve que la adhesión “tribal” podría ser, como mucho, si no se aceptan nuestras críticas anteriores, una realidad parcial, o tal vez extrema y generalmente sobreestimada en un conglomerado más amplio de modos de adhesión. El argumento de Mafessoli, y el que rescatan autores que se inspiran en este, permite pensar al tribalismo como salida del individualismo y es aquí donde Maffesoli, como los citados autores, enfatizan un movimiento de fluidificación que afecta a los roles fijos del individuo en la modernidad. Más allá de que en el contexto latinomericano la aplicación de este argumento está matizada por el hecho de que el individualismo no es dominante en los sectores populares, debe computarse el cambio de fase histórica: en la actualidad los modos de escucha y los medios que son su soporte son, antes que nada, factores de individualización de la escucha y de la formación de menús musicales. Ni la sociedad de referencia, ni las modalidades de formación de menús y comunidades musicales responden al formato en que fueron incubadas las formulaciones de lo que fuera aceptable del neotribalismo.

En relación a este problema Tia DeNora se torna relevante. Su enfoque permite reconocer causas y efectos sociales de escenas más circunscriptas e individualizadas del uso musical:

“As an ephemeral and subtle medium, one that can be changed in an instant, music’s role is key … in helping to instantiate scenarios of desire, styles of (momentary) agency, and in fostering a new and ‘postmodern’ form of communitas - a co-subjectivity where two or more individuals may come to exhibit similar modes of feeling and acting, constituted in relation to extra-personal parameters, such as those provided by musical materials. Such co-subjectivity differs in important ways from the more     traditional (and modern) notion of ‘inter-subjectivity’, which presumes interpersonal dialogue and the collaborative production of meaning and cognition. Inter-subjectivity… involves a collaborative version of    reflexivity. By contrast, co-subjectivity is the result of isolated individually reflexive alignments to an environment and its materials.” (DeNora 2000: 149).

Tampoco resulta adecuado a los supuestos citados una cuestión que desarrollaremos a propósito de las situaciones que hemos investigado: las condiciones técnicas y económicas de la heterogeneización y dispersión del gusto musical de los jóvenes. Es preciso entender que en los últimos años y en virtud del cambio de los medios de reproducción de música las posibilidades de la organización de menús musicales personales se ha incrementado tanto como la fragmentación de las unidades del gusto. Las facilidades para grabar música en CD, en MP3 y la facilidad para obtenerla de modo gratuito a través de Internet han determinado que la unidad de consumo de música no sea necesariamente el disco o la obra de un autor sino la canción misma y muchas veces, inclusive, sólo una parte especifica de una canción. Así entre nuestros entrevistados sucedía que conocían y preferían canciones en especial de autores o grupos que pertenecían a “géneros” diferentes y contrapuestos, pero no reconocían de cada una de esas referencias, la obra o la trayectoria o incluso el disco de referencia. En los trenes del suburbio puede observarse que es recurrente la venta de grabaciones en CD que compilan canciones de diversos autores y “géneros” mezclando en ellas el contenido de varios discos. Así la canción es la unidad del gusto en dos sentidos diferentes: se puede gustar de un grupo a partir de gustar tan solo de una canción excluyendo el resto de su producción o se puede gustar de una canción específica de un “género” del cual el oyente se siente más distanciado. Incluso, debe decirse, la unidad mínima, puede ser una parte de la canción ya que con las nuevas tecnologías se puede efectuar con la música algo análogo al zapping televisivo. Así cada unidad mínima se inserta en complejos de gusto más abarcativos, ramificados en sistemas de elecciones personales que toman las canciones como puntos de una línea que esos conjuntos engloban. Solo en este nivel, el de la recurrencia en ciertos conjuntos de canciones y temáticas, podría restablecerse una unidad parecida a la que se le atribuye al gusto por “géneros”.  De esta manera el sistema de opciones y las elecciones registradas van en el sentido de destruir la simplicidad que tiene la identificación con un “género”. Mucho más cuando lo que hemos comprobado es que una parte importante de nuestros entrevistados compone su menú musical con canciones o grupos de diferentes “géneros”. Y si bien distinguen las oportunidades y usos de la música en la definición de sus preferencias de forma tal que los “géneros” parecerían corresponderse con esas oportunidades y usos, lo cierto es que los usos son más amplios que los “géneros”. Este tipo de observación nos acerca a lo que plantea Tia DeNora (2000: 40) en relación con la forma diversificada en que la gente usaría la música, ya que la misma

“can . . . be invoked as an ally for a variety of world-making activities, it is a workspace for semiotic activity, a resource for doing, being and naming the aspects of social reality, including the realities of subjectivity and self.”

En nuestras entrevistas hemos comprobado que para cada una de las actividades de la siguiente serie no hay un solo “género” posible sino al menos dos (“bailar” -el rock [7] y la cumbia-; “pensar” -el rock y una parte de la música que llamamos romántica y, aún, la cumbia como forma de crónica social-; “ponerle fondo al trabajo” -el rock y la música romántica-; el “estudio” -el rock y la música romántica-, las tareas hogareñas -el rock y la cumbia-; “animar reuniones” -el rock y la cumbia-; “compartir en pareja” -el rock, la cumbia y la música romántica; “entre grupos de amigos” -el rock y la cumbia-; “en familia” -el rock, la cumbia, la música romántica y el folklore-; para acompañar el uso de drogas -el rock y la cumbia-; para conectarse con las emociones -la música romántica, la cumbia y el rock en su versión romántica).

Por otra parte existe otra situación que debilita la relación que se supone como hipótesis de la relación entre los oyentes y los “géneros”. El gusto musical de nuestros entrevistados está jerarquizado por una lógica que tiene que ver con la inversión de tiempo y dinero que siempre supone cualquier uso de la música: para ir a bailar o escuchar un grupo las alternativas no son aleatorias como no lo son las identificaciones resultantes. Hay bandas musicales que son de consumo corriente en el tiempo libre entre semanas: bandas con públicos pequeños con las que se tiene una relación de seguimiento casi ritual y por tanto de amistad personal son el objeto central de esta preferencia[8], aunque también pueden serlo determinados locales de baile de cumbia que tienen una programación semanal variada y más o menos corriente. Para esos mismos sujetos existen otras oportunidades de consumo: se trata de ocasiones excepcionales determinadas por el calendario (las épocas de vacaciones de verano y de invierno, el inicio de la primavera) en los que se realizan festivales en que se presentan grupos u obras de gran reconocimiento que habitualmente no se presentan en vivo con mucha frecuencia[9]. El costo y la excepcionalidad de esos eventos hacen que una parte de los que se identifican con un grupo tome su participación como una forma de tributo, de sacrificio o de inversión reconocidamente extraordinaria y poco repetible (como por ejemplo viajar diez o doce horas a la ciudad donde una banda de rock nacional va a hacer su única presentación en vivo del año). Este tipo de actividad tiene un potencial de satisfacción y conmoción innegable, pero no agota la posibilidad ni la demanda de otras experiencias como las que ocurren en los fines de semana corrientes y como las que se dan en la escucha cotidiana de música como paño de fondo que compone una escena en la que el sujeto se siente acompañado por una imagen sonora que coincide con él o con su actividad, o con la del grupo que forma en ese momento. Así gustar de un cierto tipo de música es una expresión modulada por las situaciones en las que se gusta de ella y por las situaciones en que diversas expresiones son clasificadas y consumidas.

Además, es preciso mencionar que el gusto por un “género” musical a veces supone ciertas reglas de exclusión que muchos sujetos no reconocen, e incluso desconocen y relativizan activamente, al mezclar lo que una supuesta o pretendida ortodoxia prohíbe (aún cuando en ciertas ocasiones de escucha ellos puedan identificarse con la presuntamente omnipotente ortodoxia). Puede que en un recital de rock se critique duramente a la cumbia y que el público acepte estas expresiones. Pero eso no quiere decir que esa misma persona que las acepta no tenga un momento de disfrute de la cumbia en otro contexto -en el grupo de amigos de su barrio, en la familia, en una fiesta, etc.

Mucho más cuando las ideologías sobre el gusto musical profesadas por músicos líderes, que sin duda influyen sobre nuestros entrevistados, enfatizan las competencias o el prestigio de la escucha variada como un atributo del buen oyente. Para dar tan solo dos ejemplos de esta ideología: León Gieco, uno de los músicos más populares y reconocidos de la historia del rock nacional, ha grabado y actuado con músicos de cuartetos y de cumbia villera, que son categorías aparentemente anatemáticas del rock; Andrés Calamaro, que tiene al mismo tiempo una performance popular y erudita dentro del rock, ha apoyado el crecimiento musical de una figura como Soledad, que encarnaba una especie de pop folklórico que desde el punto de vista tradicionalmente rockero sería “comercial”.

Podría decirse que el rock nacional se había abierto a otros ritmos musicales en el pasado, y que al menos algunas de sus vertientes, ensayaron la fusión desde los orígenes del movimiento, sobre todo con elementos del tango y el folklore (cf. Vila 1987, 1989 y 1995). Lo que ha cambiado, sin embargo, es lo que se mezcla con el rock. Desde el punto de vista de la tradicional ideología rockera de “no transar” con la música comercial, es diferente grabar con intérpretes pertenecientes a vanguardias del folklore o el tango, de arraigo importante entre las clases medias, que grabar con representantes de las vertientes “comerciales” de cualquier género musical. Hacia fines de los 60 Spinetta convoca a Rodolfo Mederos, un bandoneonísta que participa de varios proyectos de innovación y fusión desde el tango, para grabar el primer disco de Almendra (Almendra 1969) y el último disco de Invisible (El Jardín de los Presentes 1976); Litto Nebbia llama al percusionista Domingo Cura (que aparece tocando 4 bombos legüeros, ¡como si estuviera tocando una batería de jazz!) para grabar los temas El Bohemio y Vamos Negro en el Festival B. A. Rock y el Teatro Olimpia en 1971. En esa época, el único obstáculo que se oponía a esas operaciones podía ser el “tradicionalismo” de los rockeros que a veces censuraba la apertura con el lema metalero “si te gusta toda la música, no te gusta la música”

La lógica de las fusiones cambia desde fines de los ochenta. Sólo para dar un ejemplo que contrasta con el anterior e ilustra el punto, podemos citar el caso de Los Auténticos Decadentes que graban con Alberto Castillo (un cantante de tango que desarrolló los aspectos “divertidos”, “clásicos” y menos intelectualizados del tango). In extremis podemos encontrar el caso de Andrés Calamaro grabando con una cantante folklórica que para la mayoría de los críticos representaba la versión más pop y comercial de ese género.

Y si esto se puede decir desde el punto de vista de la “emisión” de la música, algo similar se puede sostener desde el punto de vista de lo que hacen los oyentes con sus gustos musicales y las “mezclas” de las que venimos hablando. El público del rock nacional de los sesenta y setenta  también seguía a Joan Manuel Serrat, o luego a Silvio Rodríguez o Chick Corea, o inclusive a folkloristas “de vanguardia” como Manolo Juárez, o el Chango Farías Gómez. Eso no significa lo mismo que la actual escucha que conjuga en un ipod a Los Piojos y Shakira, ya que lo que unificaba el campo de gustos en los inicios del rock nacional era una idea de “compromiso” estético, ético y político del que sin lugar a dudas, algo equivalente a Shakira quedaba excluido por su carácter “comercial”. Lo que cambia es el criterio que legitima la pluralidad del gusto, la apertura hacia la denominada “música comercial” imposible de concebir (al menos con la extensión en que se da ahora) en los sesenta y setenta.  Que a un rockero le gustara Serrat en los setenta era casi esperable, pero no lo era, para quien esperase la prolongación lineal de esa tendencia, que en los noventa le gustara Soledad, cosa que ahora ocurre con frecuencia -cambio que también se explica porque la figura del rockero se pluralizo y no representa un tipo único ni cerrado. El Indio Solari (voz líder de Patricio Rey y Los Redonditos de Ricota), un músico que es reconocido por sus observaciones y su conexión con el público, describe este estado de situación de forma realista pero a la vez afectada y normativa (lógicamente, dado que tiene parte tomada e intensa en el campo):

“los chicos ya no miden ética ni estéticamente las cosas, sino si son éxitos o fracasos… Pones Gran Hermano y les cabe cualquiera: saben las letras de Juanes, Arjona, Los Redondos, una cumbia… El rock dejó de ser una cultura para ser un género musical que tiene que ver con el entretenimiento”  (Entrevista al Indio Solari, en Revista 23, 29-11-2007).

Todo esto no quiere decir que las fobias hayan desaparecido, sino que se han hecho más complejas, y han dejado de tener un carácter tan abarcativo para ser el resultado de evaluaciones producidas “localmente y puntualmente”, como lo demuestra el eclipse de la figura de Iván Noble luego de haberse casado con la hija de Palito Ortega (representante por antonomasia de la música comercial a la que se oponía el rock nacional en los sesenta), cuando sin embargo se asumió una actitud más ambigua en relación con el hecho de que Charly García grabara una canción con Palito (grabación que fue posible, valga la paradoja, por la intermediación del propio Iván Noble).

Los encuentros entre la cumbia y el rock nacional así como la conformación de repertorios variados y no exclusivamente genéricos, tienen condiciones de posibilidad en dos hechos complementarios. En los últimos veinte años el rock nacional ha incorporado ritmos “caribeños”[10] (reggae, ska, salsa, cumbia, etc., etc.) a su tradicional bagaje musical aproximándose, de esa manera, al de los ritmos “tropicales” locales. Por otro lado la música “tropical” se ha “rockerizado” modificando su instrumentación para darle lugar a los instrumentos típicos del rock y sobretodo abriéndose a una temática de crítica social antes ausente en su repertorio. Todo esto no significa que no existan expresiones que contrastan con este pluralismo declarado y practicado y que afectan sobre todo a la cumbia: mientras el público que escucha cumbia generalmente no le tiene fobia al rock (aunque muchas veces detesta la música electrónica, “de marcha” dirían nuestros entrevistados), existen oyentes de rock y de otros “géneros” que manifiestan su hostilidad exclusiva hacia la cumbia. Esto sucede generalmente entre quienes, independientemente de su origen social, se identifican con lo que se supone que es el buen gusto de la clase media que sólo escucha cumbia en plan de exotismo o de parodia y degradación. 

Finalmente debe decirse que sin que sea dominante, ni mucho menos tomada al pie de la letra, la idea de componer música con música como lo hacen los DJ está presente en la práctica de muchos jóvenes que acceden a computadoras para armar su composición personal de repertorios. Esto, junto a la facilidad creciente del acceso a instrumentos de producción y reproducción de música, como a la rentabilidad relativa que ofrece la semi-profesionalización en una etapa de la adolescencia, hace que el gusto de los escuchas se forme incluyendo una gama importante de actividades de producción que, al menos para una parte de ellos, entrena su consumo produciendo.

Todas estas características de la apropiación de la música (que  ayudan a entender hasta donde es relativa la relación entre los códigos de aceptación de un género y las prácticas cotidianas de consumo de música que transgreden esos códigos), no desembocan en la anulación de cualquier criterio que distinga tipos de sensibilidades basadas en combinaciones recurrentes de gustos y las (múltiples) relaciones de las mismas con posiciones en el espacio social y simbólico. En este contexto nuestra descripción implica un llamado a la complejidad que debe revestir la captación de esas recurrencias para dar cuenta de los matices, los desplazamientos y la porosidad de las fronteras entre “géneros” musicales definidos así por los músicos y de las transformaciones posibles de esas sensibilidades.

 

Los “géneros” y la experiencia de los jóvenes en la sociedad Argentina contemporánea: la elaboración musical de la reestructuración social y el papel de la música en dicha reestructuración

Con todas las relativizaciones que proponemos para la categoría de “género” es indudable que existe un nivel de la realidad sociológica muy agregado, muy abstracto, pero válido para discernir grandes movimientos, tendencias o clivajes de la apropiación de música tanto en la producción como en la recepción y en todo lo que este movimiento circular expresa y, sobre todo, constituye, en relación con ciertos fenómenos sociales. Para comprender este nivel tan macro, igual es necesario contar con la voz de los actores, los músicos, los oyentes, pero a su vez es necesario sobrepasarla, pero sin abandonarla definitivamente. Este es el método de interpretación de esas realidades que utilizamos cuando identificamos una variedad del rock nacional, el rock chabón, acompañando las voces nativas, pero yendo más allá de donde ellas se reconocían, sin negarlas (Semán y Vila 1999; ver también Semán y Vila 2002; Semán, Vila, Benedetti 2004). En esa circunstancia indicábamos que una sensibilidad se establecía transversalmente a los “géneros” reconocidos como tales por los músicos o los agentes que intervienen en la circulación y consumo de la música, lo que nos llevaba a hablar más que de “géneros”, de combinaciones recurrentes de adhesiones musicales, de combinaciones de temas y actividades que atraviesan las definiciones de “género” que puedan darse desde la perspectiva de los oyentes, los músicos, los críticos o los promotores y los periodistas. A esas combinaciones podemos llamarlas tendencias de la apropiación, el consumo, o la escucha. Que las personas que participan de los repertorios de usos de la música de una tendencia determinada lo hagan parcial y creativamente no quita el hecho de que estos puedan ser una referencia importante en la construcción de sus identidades o en los patrones de uso de su tiempo libre. Tampoco lo hace el hecho de que estas tendencias tiendan a variar en lapsos temporales breves. En todo caso lo que debe ser descrito son otras realidades que acompañan a la de las tendencias, pero éstas realidades, aunque menos determinantes de lo que se las imagina, siguen siendo en algún grado determinantes. En concreto: ciertos elementos comunes que surgen a través de lo que está presente en varios “géneros” que se escuchan en el mundo popular pueden ayudar a componer la imagen de una sensibilidad musical que está en formación.

De cierta forma esto puede apreciarse en el análisis que hacemos a continuación: mostramos como a través de los “géneros” existen pautas comunes de apropiación o conflictos que implican una trama común superior a las identificaciones en términos de “géneros” musicales contrapuestos. En términos de las opciones con que analizamos la música y su relación con la construcción de identidades sociales y culturales, podríamos decir que a nivel del discurso musical (en términos sonoros, de su lírica y su performance)[11] encontramos interpelaciones diferenciadas en términos de género musical que, sin embargo, son capaces de impactar de forma semejante las tramas narrativas de algunos actores sociales, de manera tal que tales interpelaciones adquieren sentido en relación con los personajes que estos actores construyen para entenderse a sí mismos y a los “otros”[12]. En este sentido la transversalidad de los géneros musicales que está en la base de la construcción de repertorios musicales heterogéneos se relaciona complejamente con los múltiples personajes y tramas narrativas que los actores sociales desarrollan en sus procesos de construcción identitaria y los gustos musicales que dichos personajes creen poseer. La porosidad de las fronteras de “género” que relativiza su pertinencia se alimenta de un referente social que es común a los “géneros”, al trabajo mediante el cual músicos y públicos registran, inscriben y producen ese mundo social. Por eso lo que a primera vista aparece como oferta musical heterogénea dando lugar a interpelaciones diferenciadas en un nivel, esconde cierta homogeneidad de estas diversas interpelaciones en su capacidad de impactar ciertas narrativas identitarias bastante generalizadas entre los jóvenes de sectores populares urbanos que han vivido situaciones condicionadas por vectores muy semejantes que van del crecimiento del desempleo y la crisis de papeles sociales clásicos, al advenimiento de un cambio de peso de las industrias culturales y la transformación del rol y el peso del sistema educativo.

 

Las referencias múltiples de los jóvenes de sectores populares

De acuerdo a esta visión más general, puede decirse que hay una configuración específica en cuanto a las tendencias emergentes y/o dominantes entre jóvenes de sectores populares. Pero en primer lugar es preciso apuntar y describir mínimamente el carácter plural y específico del universo de referencias musicales de los jóvenes con que hemos trabajado. Esa pluralidad no es ni aleatoria ni poco significativa.

Por un lado vemos que el rock ocupa un espacio que décadas atrás era bastante menor en las clases populares que muchas veces sólo participaban del “género” a través de algunas variantes estigmatizadas y circunscriptas por una estilística de corte radical (básicamente el heavy metal). Esta situación está vinculada con otra más general aún: el “rock nacional” -rock en español hecho por conjuntos argentinos- es actualmente el “género” que más transversalidad social ostenta. Está presente en todas las clases sociales, en todas las emisoras de radio, en todos los shows organizados por compañías privadas o en el marco de las políticas culturales de las más diversas instancias estatales. Esa extensión se combina con un movimiento que es parte de su configuración actual: fragmentación y particularización, derivada tanto de las múltiples apropiaciones que hacen del “género” los diversos grupos sociales, como de las variantes programadas por grupos o grabadoras para diversos nichos en los que buscan implantarse (así se da el caso de grupos que identifican o creen identificar la pauta de éxito de otros grupos y la imitan o, aún, el caso de grabadoras que procuran o arman grupos sobre la base de una supuesta receta exitosa). El movimiento de particularización del rock en los sectores populares derivó, en los años 90, en la conformación de una serie de grupos que más allá de la especificidad musical compartían comunes denominadores en sus temáticas y su espíritu: una crónica crítica de la época del neoliberalismo; un acento mucho más desarrollado que en el pasado en relación con los elementos bailables; la combinación de la música de rock con ritmos caribeños y músicas nativas de corte festivo como la murga, el candombe, o el cuarteto (ritmos musicales de fuerte raigambre popular, y, por lo mismo, denostados por lo que, durante muchos años, fue un “rock nacional” de “clase media”); un énfasis en la relación “mística” entre grupos y seguidores, dando lugar a una comunidad interpretativa que toma su formato del fútbol, que valoriza el “aguante” de los seguidores y hace de estos últimos una palanca importante en el posicionamiento de los grupos en el mercado de shows y discos (Semán 2006). Buena parte de los efectos de esa presencia descrita en los trabajos de Citro y Benedetti son recobrados en sus prolongaciones de la década actual en el trabajo de Garriga Zucal.

Por otro lado es notorio que la cumbia, que desde su aparición en el panorama musical argentino en la década del 60 siempre fue un “género” dominante en los sectores populares, ha sufrido una transformación radical  que diversifica y tal vez ayuda a su vigencia en el mundo de las clases más bajas al adaptarla a los gustos musicales del público de una nueva generación afectada por transformaciones de la sociedad y la cultura. La variante de la cumbia villera actualiza el “género” y, a través de diversas inflexiones, lo convierte en una matriz privilegiada de la puesta en forma y, por lo tanto, de la existencia social de la problemática de los jóvenes pertenecientes a los segmentos sociales que vivieron, entre otras condiciones: el desempleo propio y de sus padres, el retiro de los apoyos estatales a su socialización, el incremento de la actividad y el discurso represivo frente a las conductas “desviadas”, el peso creciente de las industrias del tiempo libre y el auge de la circulación de drogas. A todas ellas se sumó la presencia del rock elaborando estas situaciones de forma tal que, por su creciente sintonía con los sectores populares, comenzó a ser una alternativa para los jóvenes y una “competencia” peligrosa para el predominio tranquilo que tenían la cumbia y otros géneros tropicales en el mundo popular. No es casual que, casi como si fuese una estrategia competitiva, haya sucedido que los temas del rock chabón -que se posicionaban en relación a esas nuevas realidades sociales que citamos- aparecieran casi calcados en la cumbia (aunque al cambiar el contexto haya variado necesariamente algo de su significación). Y es que mientras el rock expone una visión alternativa del ilegalismo porque se sostiene en una crítica social explícita, la cumbia practica un desdén activo y hostil frente al mundo “burgués” consumando una crítica implícita. Los rockeros critican el mundo burgués, los cumbieros lo ofenden.

Así el mundo popular registra las presencias múltiples del rock, de la cumbia y, aún, de un “género” sobre cuyo desarrollo faltan estudios empíricos en la Argentina contemporánea como es el caso de la música romántica que en la presencia paradigmática de figuras como Arjona, Montaner y Sanz renueva los trazos del “género” con la introducción de un juego de retóricas sociales y eróticas que poco aparecían en las generaciones anteriores de los Julio Iglesias, Manolo Otero, Manolo Galván entre otros.  

Rock, Cumbia, Canción Romántica, (y algunas versiones del género   folklore que son muy populares entre públicos del interior) son centralmente lo que escuchan los jóvenes de los sectores populares del Gran Buenos Aires y de la ciudad de Buenos Aires. Es notable que todos estos “géneros” (con la única salvedad del folklore) tienen su origen o su masa de receptores entre las clases medias bajas y las clases populares y que buena parte de los locales, circuitos y agentes que organizan las actividades públicas y los seguidores que asisten a ellas tienen su epicentro en el Gran Buenos Aires (una zona que ha combinado la expansión demográfica con la pauperización y, por lo que decimos, con un cierto protagonismo en la imposición de sensibilidades al mercado). La actual conformación de la pluralidad de las referencias musicales juveniles parece asociarse al desarrollo del Gran Buenos Aires como polo de elaboración de un universo simbólico diferente del que se plasma y fluye desde la vecina y más poderosa (económica y culturalmente) ciudad de Buenos Aires. Si en un tiempo la Capital abastecía e inducía el consumo cultural de su periferia hoy sucede que, parcialmente, ésta invierte el flujo y, a veces, influye en el gusto de los jóvenes más pobres de la Capital Federal. La cumbia villera, entonada con el acento de los jóvenes del Gran Buenos Aires suena en los barrios más pobres de la Capital en locales de baile, en autos que circulan ostentando su equipamiento de audio, en teléfonos celulares y, por supuesto, en los hogares.

Incluimos en esta compilación el caso de la música de Cuartetos que es uno de los “géneros” dominantes entre los jóvenes de una de las provincias económica y demográficamente más importantes de la Argentina. En las provincias el rock ocupa un lugar menos importante y, como en el caso que referimos, diversos ritmos regionales ocupan un lugar que al mismo tiempo es paralelo y compartido con la cumbia. La inclusión del cuarteto cordobés en este dossier obedece a dos motivos fundamentales. Por un lado, por que esto permite tomar distancia de la identificación muy común en las ciencias sociales entre Buenos Aires y la Argentina. Por otro lado, porque el cuarteto, si bien tiene su base y su público principal en la provincia de Córdoba, es bailado y escuchado en todo el país, incluido el Gran Buenos Aires.

La diversidad de los “géneros” de la que venimos hablando nos invitó a plantear una hipótesis: la cumbia, y la propia “cumbia villera”, cumplen en las provincias un papel parecido al que cumple el rock entre los jóvenes de sectores populares del Gran Buenos Aires. Significan al mismo tiempo la novedad, la posibilidad transgresiva en las conductas sexuales y sociales y la crónica social, pero a diferencia del rock no vienen con la impugnación al baile. Además: mientras la cumbia ha sido desde su nacimiento un género popular, el rock se ha popularizado en la medida que, perceptiblemente para su público, abandonó trazos excluyentes como su cripticismo o la ortodoxia que no le permitía reconocer en otras músicas, el cuarteto por ejemplo, algo mas que degradación. El hecho de que como muestra Garriga en esta compilación, los rockeros entiendan que la cumbia es superficial, de “negros”, sin mensaje, muestra hasta que punto este trazo se mantiene en una actualidad en la que, si bien ha sido relativizado, no se ha extinguido. Quizás sea esta estructura de las preferencias y el hecho de que el cuarteto, de larga tradición en Córdoba, ha sabido incorporar los matices que pone en juego la cumbia villera (como lo demuestra el trabajo de Blázquez) lo que hace que “géneros” como el cuarteto y sus reactualizaciones tengan validez y haya una especie de coto al crecimiento de “géneros” musicales proveniente de Buenos Aires (tanto el rock como la cumbia villera) o al menos una permanencia del género local.

Todos estos “géneros” configuran renovaciones generacionales de tradiciones anteriores que se especifican y producen localmente, aprovechando la relativa accesibilidad en la posibilidad de hacer música que es la condición de entrada al mercado de discos y actuaciones (aunque esa condición no sea suficiente y las condiciones suficientes sean más restrictivas).

Los sectores populares muestran una marcada diversificación en sus gustos musicales al compás de los estímulos de una oferta potente y plural, pero sobre la cual ejercitan un amplio poder de selección. En los sectores populares de la Argentina, si se compara con lo que sucede en la clase media, casi no han impactado de forma duradera y masiva (aunque se los emite por radios y aparecen a veces instalados en ciertos nichos del gusto popular y, sobre todo, en el relevamiento de novedades/curiosidades que hacen los medios),  la música electrónica, el hip hop, el reggaeton o la salsa, por nombrar algunas de las variantes diversas y de circulación masiva en el resto de América Latina. En la base de esa selección está, tal vez, una pauta de reconocimiento que, también tal vez, se relaciona con los temas que la oferta aceptada e incorporada pone en juego. Con esto queremos decir que muy posiblemente las interpelaciones que el rock y la cumbia ofrecen a través de sus músicas, sus letras y sus performances sintonicen con las narrativas identitarias de muchos jóvenes de sectores populares del Gran Buenos Aires. Veremos a continuación que hay una agenda de temas comunes al rock y la cumbia que le dan sustento a esta especulación.

 

Denominadores Comunes: los nuevos sujetos urbanos

En esta configuración que atraviesa los “géneros” se presentan diferencias y denominadores comunes altamente significativos para la forma en que música, cultura y sociedad se encuentran y constituyen recíprocamente. En este caso nos interesaremos por los denominadores comunes destacando que de forma transversal a los “géneros” aparecen categorías de clasificación idénticas o semejantes entre sí, tanto en forma nominal como en el uso que les da sentido. Estas categorías de clasificación ponen de manifiesto sujetos y épicas particulares, cuya significación podremos elaborar luego de la descripción de las mismas. No nos referiremos únicamente a lo que aparece en las letras de forma explícita sino también a una serie de categorías de experiencia que son parte de la realidad de los jóvenes que estudiamos y que fueron relevadas en nuestro propio trabajo etnográfico o en el de autores que han realizado investigaciones en campos social y temporalmente comparables  al nuestro.   

 

Sujetos

En el rock, en la cumbia y en el cuarteto (y también en el contexto cultural en que se usa esta música a pesar de que no todo sea actualmente recogido por sus letras) se encuentra en primer lugar una categoría de sujetos marginados que surge de letras y retóricas que reflejan, conscientemente, una particular percepción de lo social:  los “negros” (en el rock y en la cumbia), los “villeros” (en el rock y en la cumbia), los “rocha” (sinónimo de “chorro” -ladrón-en el cuarteto) son las interpelaciones que se usan para identificar a los marginados del mundo del trabajo, de la legalidad, de la consideración positiva de la cultura legítima. “Negros” y “villeros” y “rocha” han sido voces que han tenido muchas veces un matiz descalificador para referirse a los pobres urbanos y a sus prácticas. En el uso que se le da en estos “géneros” estas interpelaciones son apelaciones identitarias reivindicadas que implican una tentativa de revertir el estigma con que aparecen esas categorías en los usos hegemónicos. Las referencias a esas figuras no reproducen el estigma, ni acuden a la broma: dibujan héroes, apuntan justificaciones, denuncian injusticias sociales en la descripción de la experiencia del marginal en relación con la ley. De esta forma la música que estos jóvenes disfrutan los ayuda en la construcción de una identidad valorada al interior de lo que Tia DeNora (2000: 69) llama “un círculo virtuoso”, en el que

“music is appropriated as [people’s] ally, as an enabler for the articulation of self-identity—for its spinning out as a tale for self and other. Conversely, this tale of identity leads [people] to value and specially attend to certain musical materials.”

Convengamos que hay matices relevantes. En relación con el uso de la categoría “negros” se detecta la convivencia de tendencias contradictorias. Y es que los usos hegemónicos/estigmatizantes no son sólo los de las clases altas, las clases medias o los medios de comunicación: en las clases populares y en las medias los rockeros utilizan el calificativo “negros”[13] en sentidos ora estigmatizantes (descalificando el gusto cumbiero), ora contraestigmatizantes (reivindicando el carácter plebeyo), como lo muestra el trabajo de Garriga Zucal.

En tanto esto último sucede, la cumbia y el rock significan un desafío, una irrupción, que habla, al mismo tiempo, de como los usos estigmatizantes pueden ser hegemónicos y convivir simultáneamente con usos alternativos de las mismas interpelaciones (que, en realidad, dejan de ser las mismas, ya que se connotan en un discurso que es radicalmente diferente al hegemónico)  lo que muestra, una disputa en la línea de producción/alteración de un régimen de hegemonía[14]. Los “negros” brutales, peligrosos, ilegales, vagos, faltos de sensibilidad pasan a ser en este discurso transversal a los “géneros”, víctimas y aún héroes de un porvenir superador (como sujeto revolucionario) o como un protagonista central del antagonismo social (como agentes de una ilegalidad reparadora a lo Robin Hood) o simplemente como portadores de una estética que se propone superior desde un punto de vista diferente. Desde esta perspectiva contraestigmatizadora los “negros” se oponen, en general, a los “caretas” que son aquellos que según el imaginario común al rock y la cumbia se comportan moderadamente, sin recurrir a drogas, sin transgredir ninguna regla legal o consuetudinaria y parecen tener una situación económica holgada a los ojos de los más pobres.

Sin embargo, en relación con la categoría “careta” también hay énfasis diferentes: desde el punto de vista de los cumbieros, los “caretas” son legalistas en relación a todas las prácticas sociales (la propiedad, el sexo, el vocabulario, el estado de conciencia). Los rockeros agregan a todo esto la imputación de una superficialidad cultural y musical que hace de los “caretas” sujetos repudiables. Además los rockeros sólo pueden autoidentificarse como “negros” en tanto oprimidos, mientras que los cumbieros lo hacen en tanto estigmatizados o pobres, revelando que las bases de sus oposiciones están trabajadas por tradiciones diferentes (un lenguaje conscientemente politizado en el caso del rock, la ostentación de “la diferencia popular” en el caso de la cumbia). Por otro lado, como ya lo hemos referido, los propios rockeros pueden llegar a utilizar en algunos casos la categoría de “negro” para acusar a los cumbieros por lo que suponen es una escasa elaboración del gusto musical de los partidarios de ese género. El rock que oponía al carácter “careta” la “locura” y la poesía frente a la rutina y el convencionalismo, comenzó a agregar desde los años 90 hasta la actualidad, lo que podríamos denominar como “negrura social” al conjunto de valores reivindicables. La cumbia, que en sus orígenes no tenía más declaraciones de compromiso con los pobres que la exhibición de su raíz social, asume ahora esa raíz en el marco de un antagonismo del que la propia cumbia es no sólo parte sino, también, ariete. En esto consiste el desplazamiento que se puede discernir a través de los usos actuales de las categorías negro y careta en los dos “géneros” musicales: en los últimos lustros la combatividad cultural del rock se ha vuelto más social que nunca, y la disonancia con que aparece la cumbia a los ojos de las clases medias resulta en parte del hecho de que la cumbia se asume conscientemente combativa y cuestionadora desde una perspectiva que a los ojos de esas clases medias más que revolucionaria es revulsiva (ya que supuestamente no proyectan más cambios que el cambio de estatuto de legitimidad para sus prácticas -mucho más desviadas que la desviación clasemediera de “drogas, sexo y rocanroll”).

Así los “pibes chorrros”, jóvenes ladrones, constituyen un sujeto recurrente en la narrativa de la cumbia villera, donde la función de crónica que se atribuye la cumbia al referirlos no es ni objetiva ni intencionalmente imparcial. El solo hecho de darles una existencia social, de interpelarlos desde un leguaje que no es el policial o el legal implica una tentativa de cambiar una relación de fuerzas en torno a legitimidades. Pero mucho más lo es cuando se advierte que la narración cumbiera pone de manifiesto el carácter de víctimas sociales de los “pibes chorros” al tiempo que realza los valores de arrojo, lealtad a los amigos, pertenencia barrial, y resistencia frente a la policía como signos de una positividad valorada en el ámbito de los jóvenes de este grupo social.

Junto a estas categorías se encuentra otra que aparece específicamente en la cumbia y representa la forma de captar y dar cuenta del cambio de estructura del ciclo vital de los jóvenes en el contexto de la reestructuración social del período neoliberal. Nos estamos refiriendo a la categoría de los “pibes grandes”, que identifica a aquellos varones que ya no pertenecen a la juventud clásica en términos de edad, pero que tampoco se han normalizado en la estructura social local dando origen a una familia y a un sistema de obligaciones que los tiene como proveedores. Los pibes grandes, son, al mismo tiempo, socialmente pibes y biológicamente grandes, mayores, en el sentido de que no son ni pibes puros, ni trabajadores. Si el descontrol habla de una transformación del modo de vida, los pibes grandes hacen aparecer, vinculado a ese modo de vida, un nuevo sujeto, una extensión de la juventud inesperada, incómoda para un mundo que concebía juventudes breves desembocando en una adultez de trabajo y familia. Ese mundo, justamente, esta siendo relativizado en los hechos tanto materiales como simbólicos.

Todo lo que hemos referido hasta aquí parece más relacionado con los varones que con las mujeres. Pero en nuestra investigación no hemos sido ciegos a las discontinuidades relativas al “género” en una cuestión central: las épicas y las transformaciones que reseñamos más abajo, las subjetividades que señalamos hasta aquí, tienen correlatos diferenciales y reveladores entre las mujeres. Las “cumbieras”, la forma de constitución de la feminidad en el espacio de la cumbia, que hemos estudiado detalladamente en otro trabajo (Vila y Semán 2006), demuestra que existe una activación sexual de las mujeres que da lugar a conflictos sobre el lugar “apropiado” de los “géneros” y produce versiones diferentes de lo que se entiende por feminidad.  La aparición de mujeres con iniciativa sexual y erótica en el imaginario musical y en el baile, es disparada no sólo por las letras producidas mayormente por varones, sino también por patrones (tanto masculinos como femeninos) de recepción de las canciones que, al convivir con la inercia de los marcos androcéntricos, dan lugar a figuras femeninas de valor permanentemente ambiguo: ellas son, al mismo tiempo celebradas y repudiadas, como transgresoras y como recatadas y ellas mismas se asumen con orgullo y con vergüenza en una y otra posición.

Si esto es lo que sabemos sobre las cumbieras, ha sido menos investigado el papel de las mujeres rockeras, especialmente el caso de una figura femenina que se recorta nítidamente en el universo del rock de los sectores populares: las “rollingas”. Sin embargo sabemos que estas chicas que siguen a los Rolling Stones y a las bandas que se inspiran en una lectura de su legado en la Argentina, visten y actúan de forma tal que los contrastes de género son menos marcados que en el mundo de  la cumbia. Una hipótesis a investigar es en qué medida un cierto igualitarismo devenido de ciertas aspiraciones del rock se resuelve en un aplanamiento de las figuras femeninas que se asimilan al imaginario masculino, y en qué medida éste no es un camino para salir del dilema que también afrontan las cumbieras: activarse sexualmente e individualizarse, pero, al mismo tiempo, enfrentar rótulos estigmatizantes. Así, mientras las cumbieras se apropian del estigma y lo resignifican, las rollingas parecen querer evitarlo desarrollándose como “hombres”.  En todo caso y a pesar de las diferencias entre cumbieras y rollingas debe observarse que una de las cuestiones que está en juego es la de la proliferación, recurrencia e intensificación de las temáticas relativas al sexo como dominio autónomo de prácticas específicas: su separación del amor, su asociación al placer, su especificación en técnicas y variedades (aún aquellas que horrorizan el sentido común legitimo), son las cuestiones que están presentes en el rock, en la cumbia y en la participación de las mujeres en ambos géneros (esto sin contar que también ocurre algo análogo en la canción romántica en la que el “sexo explicito” es una propiedad de las letras de autores tan populares como Arjona).

Pero no sólo en este plano los caminos y las soluciones, que son diferentes, convergen en una problemática común. La situación se vincula con el fenómeno más general que puede observarse a través de la música y en la música que se produce y consume en los sectores populares: la redefinición de los papeles sociales en un proceso que integra los efectos de la exclusión económica de la sociedad legada por el neoliberalismo con la disposición creciente de medios de producción y reproducción musical (ética y estética), que se combinan, a la vez, con los efectos de la difusión de valores individualistas y hedonistas que modifican la ética del trabajo y el sacrificio.

 

Épicas

En este contexto, y como conclusión, conviene citar una serie de categorías que tienen una presencia importante en los “géneros” que relevamos y en las performances en las que los mismos se actualizan y hacen a la realidad simbólica del contexto en que estos “géneros” se practican.

El “aguante” y el “descontrol” constituyen prácticas y valores reivindicados por rockeros y cumbieros. De un lado el “aguante” como capacidad de oponer resistencia a cualquier tipo de conciliación o componenda, mucho más si se está en desventaja, es evaluada y cuantificada por los actores de forma tal que la mayor resistencia en la máxima desventaja es un ideal a cumplir: frente a la policía en los recitales, frente a los “caretas” y los “giles” que intentan impedir la acción ilegal, contra un equipo de fútbol poderoso, contra el poder de las grandes grabadoras, etc., se enfatiza el poder compensatorio del aguante, valor físico-moral que dignifica a los que lo poseen. El “descontrol” implica a la actividad lúdica que se genera con la música, el alcohol y las drogas, rompiendo lo que se supone debería ser la cotidianidad de horarios regulados por el trabajo y la autoridad familiar, escolar, laboral o policial.

Si los caretas constituyen aquellos que se alejan del exceso, los “quemados” son los que se han sobrepasado en el exceso y no poseen la virtud del auto control, la capacidad de transgredir y “descontrolar”, pero con cierta sabiduría que minimiza los daños. La experiencia del “descontrol” se generalizó tanto como estado, que hay también una demanda estable para revertir el “estar quemados” que causa el “descontrol”. Los propios sujetos que la viven, y que luego intentan revertirla en inserciones en grupos religiosos -generalmente evangélicos-, han generado el uso estable de una categoría que da cuenta de la capacidad de dejar de estar quemados: animados por la idea de “rescate” se refieren a los “quemados” que se recuperan como “rescatados”[15]. La popularidad de estas categorías da cuenta de hasta que punto el vaivén “descontrol” es recurrente en la vida de los jóvenes de los sectores populares. Las figuras del “quemado” y el “rescatado” son parte constitutiva del universo de símbolos con que dialoga la experiencia musical aunque no todas las letras refieran estos términos. Así la épica del descontrol y el aguante se complementa con otra que no hemos estudiado en profundidad aún, pero merece ser señalada porque siendo diferente es a la vez complementaria. La serie de interpelaciones eróticas de la música romántica ha ganado en sistematicidad y en atrevimiento en una serie de intérpretes y autores que han incorporado motivos extáticos, eróticos y, especialmente, una supuesta visión femenina de esos motivos.

En el “aguante”, en el “descontrol”, en la posibilidad de la emergencia de una nueva erótica se descubren los trazos de dos transformaciones socioculturales que se traslapan complejamente con la música y su propio poder constitutivo. En primer lugar la dispersión de las trayectorias de los sujetos de las clases populares respecto del que antaño era el único recorrido legítimo: el de la familia y el trabajo. En segundo lugar el del papel que cumplen las industrias culturales ligadas a la música en esta dispersión. Todo sucede como si los fenómenos ya conocidos de retiro del estado y debilitamiento de las instituciones tradicionales que operan en los campos de la cultura y la educación fuesen complementados por la presencia ingente de los medios de comunicación, las industrias culturales vinculadas a la música, la democratización relativa del acceso a la producción de música y, sobre todo, a la reproducción de la misma.

Si luego de todo lo que hemos dicho quisiéramos sintetizar nuestra percepción del juego entre la música y las identidades juveniles podemos decir que todos nuestros datos y análisis se refieren al papel de grupos, “géneros” y sus influencias cruzadas y sedimentadas en tendencias socioculturales, como los factores de una socialización secundaria de nuevo tipo. La descripción de Citro puede ser tomada como un indicio que debe ser explorado más allá de nuestra formulación de una hipótesis interpretativa. A esta estructura de socialización secundaria transformada se agrega el efecto de la transformación de la cotidianidad por el espacio enorme que adquieren los lugares de socialización de pares (alternativos a las instituciones en las que rigen disimetrías que dependen de grandes fuerzas sociales o políticas -y no las jerarquías internas a estos grupos), el desplazamiento de los conflictos que se daban en dichas instituciones a los conflictos con la policía, y el peso creciente de la circulación de drogas que son un factor notable de la reorganización de las categorías de experiencia de los sujetos.


Notas

  • [1] El término “ricotero” hace referencia a los seguidores de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota (popularmente conocidos como “Los Redondos” o “Los Redonditos”). En una sus apropiaciones el grupo fue emblemático de lo que, más la prensa y los análisis que los protagonistas, llamaron “rock chabón” (y, con menos frecuencia o durabilidad: “rock futbolero” o “rock barrial)”. Durante la segunda mitad de los ochentas y la primera parte de los noventa Soda Stéreo (y sus seguidores de clase media) y Los Redondos (y sus seguidores de sectores populares) pasaron a representar, para muchos seguidores del género, dos polos completamente opuestos en la escena del rock nacional.
  • [2] Participaron junto a nosotros en el equipo de investigación: José Garriga Zucal, Malvina Silba, Daniel Salerno, Cecilia Ferraudi Curto y Carolina Spataro. Realizamos 50 entrevistas en las que dialogamos sistemáticamente sobre “géneros” y prácticas de recepción musical, así como realizamos grupos de discusión sobre música y dispusimos para nuestros entrevistados una serie de estímulos musicales que permitían elaborar con materiales tangibles los supuestos y clasificaciones que los guían frente a la oferta de diversos grupos y circuitos musicales.
  • [3] Como bien nos recuerda Andy Bennett (2000: 53), las escenas musicales locales son territorios en disputa que están “crossed by different forms of collective life and the competing sensibilities that the latter bring to bear on the interpretation and social organization of a particular place”.
  • [4] Lo que no quiere decir que la industria discográfica no intente reabsorber esas líneas o que estas tendencias musicales no tengan presencia en el mercado discográfico a través de emprendimientos discográficos independientes de las más grandes compañías.
  • [5] La referencia que hacemos a Maffesoli no revela la pertinencia que le acordamos a su concepción sino el hecho de que la misma se ha convertido en un tropo ineludible del campo de investigaciones sobre cultura juvenil en usos diversos y contrapuestos. La reivindicación de la precedencia de un nivel social en un contexto de análisis contemporáneo sobrepoblado de conceptos individualistas, lo ha hecho reivindicable a los ojos de autores que, en realidad, han proyectado sobre su concepción elementos que complejizan y sutilizan lo que, a nuestro entender, es la conjunción de una visión ontológica y normativamente vitalista, colectivista e irracionalista que, en Maffesoli, reproduce de forma un tanto simplista las tesis de Las Formas Elementales de la Vida Religiosa de Durkheim. Así Bennet (2000), uno de los principales promotores de la idea de “neo-tribu” para entender los fenómenos musicales juveniles (ver también Bennett 2006, Bennett y Kahn-Harris 2004, Carrington y Wilson 2004, Weinzierl y Muggleton 2003), encuentra en Maffesoli la posibilidad de derivar el carácter fluido y heterogéneo de las tribus (comunidades interpretativas sería, a nuestro entender, un término más pertinente). Este tipo de acercamiento, por su articulación con concepciones más sistemáticas, y por su notable articulación empírica resulta más relevante, y, de hecho apunta, aunque de manera un tanto distinta a lo que nosotros planteamos, al horizonte que hemos relevado en nuestro trabajo de campo: los fenómenos que muestran tanto a nivel de repertorios como de cultura material la fragmentación de las comunidades interpretativas. Y, sobre todo, la necesidad de recuperar la unidad de las comunidades interpretativas en un nivel más abstracto de análisis que ya no hace a pequeñas subculturas, “neo-tribus”, o “escenas”, sino, en todo caso a los denominadores comunes de la perspectiva simbólica de las clases populares en contraste con lo que sucede en las clases medias en un contexto de ahondamiento de la brecha social.
  • [6] El aporte que le reconocen una serie de investigadores contemporáneos del área (Bennet, Kahn-Harris, Carrington, Wilson, Weinzier, Muggleton) a este planteo radica quizás en este último elemento que también coincide con nuestro análisis: la forma fluida y heterogénea de las comunidades de preferencias. Sin embargo, los marcos de nuestra interpretación son tan diferentes del que propone Maffesoli que señalar tal similitud sería oscurecedor. En cambio, debe decirse que la percepción básica de los autores citados, en cuanto a la pluralidad que habita las comunidades de gusto, es totalmente compartida aún cuando deben registrarse todas las circunstancias que hacen diferente al contexto y, en especial, la más novedosa y actual: el cambio en los medios de reproducción de música. En nuestro caso estamos subrayando el movimiento que va de la fragmentación de las comunidades a la individualización del menú musical.
  • [7] El rock de los 70 oponía el “baile” al “mensaje” y optaba por este último. Diversas vertientes recuperaron el baile como expresión pero nunca bajo las formas reconocibles como baile en las “discos”. Se baila cuando se hace pogo, se baila cuando se acompañan ritmos afro americanos como el candombe y la murga y que forman parte de muchas vertientes del rock, se baila cuando se despliegan los recursos corporales propios de las hinchadas de fútbol en los recitales. Todo eso y no una performance de rockabilly es lo que se reivindica en la idea muy frecuente del “rocanrollear”.
  • [8] Muchas veces son bandas de amigos del barrio en donde la amistad personal desarrollada antes de la conformación de la banda es la que cementa la relación personalizada con sus miembros. En el lenguaje de muchos de nuestros entrevistados, ellos los van a ver para “hacerles el aguante”, es decir, para ayudarlos a crecer en los difíciles tiempos iniciales de toda banda de música. Aquí el “gusto musical” está claramente mediado por la relación de amistad, al punto de que a muchos de nuestros entrevistados no les gustaba ni la música ni el género musical de la banda de amigos a la que siguen de forma casi ritual.
  • [9] Esto es propio de las bandas más populares de rock (La Renga, Los Piojos, La Bersuit) que sólo realizan presentaciones en vivo una o dos veces al año. Con los grupos de cumbia villera ocurre lo contrario: hacen hasta 5 bailes por noche los viernes y los sábados de casi todo el año.
  • [10] Conviene aclarar que esta clasificación, “ritmos caribeños” no es usada en la Argentina ni por nativos ni por analistas en la forma en que la estamos usando aquí, ya que nadie pondría en una misma categoría a la cumbia y al reggae, por ejemplo. En el contexto Argentino hay una clara diferenciación entre las músicas del caribe angloparlante y aquellas del caribe hispano parlante.
  • [11] Por obvios motivos de espacio no trataremos en esta introducción los aspectos estrictamente sonoros de las músicas que estamos analizando.
  • [12] Esta relación entre elementos discursivos (categorías sociales, interpelaciones, metáforas, metonimias, etc.) y narrativas identitarias es analizada en profundidad en Vila (2001). En una apretada síntesis podríamos decir que los actores sociales construyen sus identidades a través de los personajes que sus principales tramas narrativas les proveen. Dichas tramas y dichos personajes, a la vez, deciden, de alguna manera, que tipo de elementos discursivos (categorías, interpelaciones, metáforas, metonimias, etc.) les sirven para construir personajes culturalmente coherentes que los representen a ellos mismos y a los “otros”.
  • [13] El uso de categorías como “negros” implica una forma de hacer actuar categorías étnicas que es sumamente complejo y poco atendido en una tradición de análisis sobre la Argentina que ha leído esto sólo en clave social. En un trabajo posterior nos centraremos en todo lo que estas clasificaciones y otras hacen presente en una lógica de construcción “racial/política/regional/nacional” de las distancias sociales.
  • [14] Esto, que acontece al nivel de un movimiento social, tiene su paralelo en lo que siempre sucedió en el uso coloquial, al nivel individual, de la categoría “negro” en la Argentina, donde, una misma persona puede decir en una misma frase: “esos negros de mierda” y luego, “mi gran amigo el negro Juan”.
  • [15] Sobre la profusión y articulación de estas categorías, además de nuestro propio trabajo de campo, da cuenta precisa el trabajo de Patricia Diez (2008).

Referencias

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  • Bennet, Andy. 2006. “Subcultures or Neotribes? Rethinking the relationship between Routh, style and musical taste”. En The Popular Music Studies Reader, eds. Andy Bennett, Barry Shank y Jason Toynbee, 106-113. London y New York: Routledge.
  • Bennett, Andy y Kahn-Harris, Keith. 2004. “Introduction”. En After Subculture. Critical Studies in Contemporary Youth Culture, eds. Andy Bennett y Keith Kahn-Harris, 1-18. New York: Palgrave McMillan.
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  • Vila, Pablo y Semán, Pablo. 2006. “La conflictividad de género en la cumbia villera.” TRANS  (Revista Transcultural de Música/Transcultural Music Review) 10, España: www.sibetrans.com/trans/trans10/indice10.htm.
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