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Apología del mestizaje, exaltación de la nacionalidad El papel del canon discursivo en la discusión sobre la autenticidad y etnicidad de la (zama)cueca chilena

Christian Spencer Espinosa

Resumen
El presente ensayo ofrece una reflexión sobre los discursos creados en torno a la etnicidad del género (zama)cueca a través del análisis de una selección de textos escritos entre los siglos XIX y XX. A partir de un marco conceptual centrado en la idea de canon como texto con poder representativo, se analiza la consolidación de lo mestizo al interior de estos discursos y la forma en que éstos vincularon la danza con las ideas de autenticidad y nacionalidad, excluyendo otros relatos del canon y alimentando el imaginario cultural de lo chileno por medio de especulaciones de carácter esencialista.

Palabras clave: texto, nación, etnicidad, canon, mestizaje


Abstract
Considering a set of selected papers and texts from the 19th and 20th centuries, the following essay examines the ethnic discourses created around the Chilean genre (zama)cueca and its consequences. From a theoretical framework rooted in the idea of textual canon, the paper analyses the consolidation of the mestizo idea (or mixed race idea) over indigenous and black discourses also describing, on the one hand, how these discourses connect concepts such authenticity and nationality, but on the other hand, hw they exclude other narratives, promoting the imaginary of the Chilean culture through essentialist speculations.

Key words: text, nation, ethnicity, canon, mestizo


Introducción

Durante los últimos veinte años las transformaciones en el concepto de discurso han modificado sustancialmente el campo musicológico. Desde que las teorías lingüísticas lograran disolver la distinción entre discursos realistas y ficcionales, la concatenación narrativa de ideas se convirtió en uno de los ejes fundamentales para conocer la producción de significados, sobretodo a través de una lectura crítica de las aparentes formas neutrales de articulación de los discursos, que pasaron a ser consideradas representaciones históricas de contenido ontológico, epistemológico e incluso ideológico (White 1992: 12). Un paso importante en esta dirección dio la propia (etno)musicología al desarrollar la idea de canon, estrategia analítica que permitió demostrar que la formación y sobrevivencia de determinados repertorios musicales y textuales afectaba no sólo el desarrollo de la disciplina sino que podía conformar, incluso, un verdadero paradigma (Cfr. Bohlman 1992b).

El presente ensayo, ubicado entre los márgenes de estos dos universos teóricos, pretende analizar el proceso de formación y transformación del conjunto de textos que conforman el canon discursivo de la (zama)cueca, uno de los géneros musicales más importantes de Chile desde hace más de un siglo y medio[1]. Entendemos por canon discursivo el repertorio escrito de textos que ha representado literariamente los rasgos coreográficos, musicales y poético-literarios de la (zama)cueca por medio de la construcción diacrónica de un discurso estratificado por capas. Nuestro trabajo es, en este sentido, una revisión de la manera en que se han producido los conocimientos, ideas y contenidos generados por estos discursos así como el modo en que éstos se han ido ordenando jerárquicamente a lo largo del tiempo, estableciendo ciertos textos de mayor y menor importancia. El objetivo del trabajo que aquí presentamos, es, en este sentido, tanto analítico como metodológico.

El argumento principal de este artículo explica cómo fue el proceso de formación del debate acerca del origen de la (zama)cueca chilena y de qué manera éste se desplazó discursivamente desde temas relativos a la autenticidad hasta temas ligados a la etnicidad. La búsqueda de esta etnicidad, proponemos, abrió el camino para el surgimiento de diversas ideas sobre el origen racial de la (zama)cueca, desplazando los discursos de corte indigenista y africanista a zonas marginales (o capas externas) del canon e instalando una teoría mestiza como discurso hegemónico, especialmente después de la publicación del libro Los Orígenes del Arte Musical en Chile (1941), del historiador local Eugenio Pereira Salas. Lo interesante de este desplazamiento, señalamos, no fue sólo el hecho de que se excluyeran otros discursos como el que se asentara una relación casi causal entre (zama)cueca, mestizaje y nacionalidad que vino a reforzar la imagen de este baile como género nacional y objeto simbólico, lo que terminó por producir una amplia gama de especulaciones de corte esencialista. Esta idea aparece deliberadamente de manera recurrente en el texto que aquí ofrecemos.

El texto está organizado en cinco partes: historia, donde presentamos históricamente el género y mencionamos algunos de los principales textos que formaron su imagen; canon discursivo (o canon textual), en la cual proponemos un marco histórico basado en los conceptos de canon e intertextualidad; origen y etnicidad, donde nos referimos a la búsqueda de la autenticidad en los textos de la (zama)cueca y su transición hacia lo étnico; discusión tripartita y hegemonía del canon mestizo, en la que exponemos muy brevemente las tres teorías principales que han dado origen a la discusión sobre la etnicidad (africanistas, indigenistas y mestizas) y explicamos las razones que facilitaron la imposición del canon mestizo; y (zama)cueca y nacionalidad, donde reflexionamos sobre el carácter teleológico de las capas del canon discursivo hacia la segunda mitad del siglo XX y examinamos su exaltación de la idea de nacionalidad, con las consiguientes ideas abstractas vertidas sobre este popular baile chileno.

 

Historia

Una de las mayores preocupaciones de la historia de la música y de la danza chilenas ha sido la búsqueda de la génesis de la (zama)cueca. Ya en el siglo XIX Benjamín Vicuña Mackenna (1909 [1882]: 283) calificaba este asunto como una ‘cuestión internacional’, idea refrendada por el escritor y periodista Clemente Barahona (1913: 10) y calificada por citado historiador de la música chilena, Pereira (1941: 268), como el ‘problema esencial’. Hacia la mitad del siglo XX el tema del origen se convirtió en un tópico recurrente dentro de la investigación de las danzas, pasando a ocupar un lugar casi trivial en la segunda mitad del siglo y volviéndose una de las más fructíferas querellas intelectuales de la música chilena, sobre la cual múltiples personalidades tomaron  partido. Como gustaba decir el folclorista Oreste Plath (1970: 32), “No hay entendido en folklore que no haya dado su opinión erudita sobre el nacimiento de la cueca”.

No es de extrañar que una danza como la (zama)cueca generara este interés entre folcloristas, literatos e intelectuales. Documentada desde la década del 20 del siglo romántico como un baile de tierra picaresco, la (zama)cueca fue el género musical bailable de pareja independiente más importante del siglo. Su extraordinario proceso de expansión hizo que en un lapso de menos de 30 años alcanzara casi la totalidad del país (Vega 1953: 51), facilitado en parte por la creciente actividad teatral, el aumento de los lugares de reunión colectiva -como las chinganas- y la utilización que el Estado chileno ejercía sobre algunos bailes para alimentar el imaginario simbólico surgido en el proceso de creación de la nación (Spencer 2007).

Durante el resto de este siglo la (zama)cueca se consolidó como un elemento representativo en la cultura escrita, oral y visual del país, desarrollando en la década del 70 un repertorio y una coreografía afín a las tradiciones locales. Esta notoria evolución provocó el interés de las mentes liberales, por lo que al poco tiempo de su aparición comenzaron a aparecer textos históricos y periodísticos sobre ella, como los publicados por Sarmiento (1948 [1842]), Vicuña Mackenna (1909 [1882]), Zapiola (1945 [1872]), Autrán (1885) y Barros (1890).

Al abrirse el nuevo siglo con el nombre de zamacueca este género abandonaba el salón, pero con el de cueca (variante o continuación de esta última) comenzaba a masificarse -en el sentido reciente del término- a través de las grabaciones realizadas por sellos locales e internacionales. Al consolidarse la escena musical local -entre las décadas del 20 y el 40- y hacerse las primeras grabaciones de artistas masculinos y femeninos de cueca, se asienta con soltura una nueva literatura periodística, literaria, musicográfica e histórica sobre este baile popular, como se aprecia en los textos de Pedro Humberto Allende (1929 y 1938), Pablo Garrido (1976 [1943]), Carlos Vega (1944, 1947, 1953 y 1956) y los citados Barahona (1913) y Pereira (1941).

Con este telón de fondo, fomentado por las instituciones universitarias de la segunda mitad del siglo, se desarrolla en el país un movimiento de asociacionismo folclórico que busca rescatar y documentar la ‘cultura popular’, incluyendo en ella, por cierto, la (zama)cueca. En este contexto, nuevas formas de (zama)cueca adquieren visibilidad y son integradas a las oleadas de recuperación, proyección o fusión del folclore chileno, y junto a ellas aparece un correlato literario, materializado en un puñado de textos escritos tanto en formato académico como en formato de divulgación, redactado generalmente por folcloristas y escritores ‘amateurs’ en revistas, diarios, folletos y textos impresos.

En el último tercio del siglo XX la (zama)cueca es ungida como danza nacional por medio de un Decreto emitido por la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Sin embargo, al mismo tiempo que es ‘oficializada’, la (zama)cueca es subvertida y enriquecida en su valor literario e instrumental por grupos de música rockera y urbana que comienzan a fusionarla con otros géneros, ofreciendo los primeros visos de un discurso local. Al volver la democracia al país (1990) y producirse una lenta -pero sostenida- revalorización de lo popular, lo urbano y lo tradicional, el tímido discurso local termina por estallar en un sorprendente revival del género, suscitando una ingente producción escrita de textos especializados como los de Garrido (1979), Claro Valdés (1979, 1982, 1986, 1989 y 1999), Claro et al (1994), Loyola (1997 y 1999), Torres (2003) y González y Rolle (2005), entre otros. Tal como señalara Plath, el itinerario de este género fue haciéndose en conjunto con la opinión de los ‘entendidos’.

De este modo, paralelamente al desarrollo de la danza irá surgiendo un corpus de textos que se esmerará por describir, teorizar, historiar y educar sobre ella. Este conjunto de escritos, sólo una parte del total de textos conocidos en la literatura (zama)cuequera, ayudará a cristalizar de manera progresiva los rasgos históricos, sociológicos y musicológicos imputados a la danza, cooperando directamente en la fijación de la idea de ésta como arista cultural del imaginario nacional. La formación de estos textos y posterior filtración y aceptación de una parte de ellos como más relevantes ¯esto es, la formación de un canon textual- permitirá ensanchar el campo de recepción de lo ‘popular chileno’, ayudando a alimentar una idea ‘objetiva’ de (zama)cueca entendida como baile netamente local. En este proceso la idea de un canon de textos será fundamental.

 

El canon discursivo o canon textual

El concepto de canon se encuentra en el centro de la discusión musicológica reciente. Como ha sugerido Kingsbury (1991: 195-198), la musicología es una fábrica de ideas que posee una dimensión narrativa, tal como apuntaba White, de ahí que la organización retórica de los discursos sobre la música contribuya también a la organización del conocimiento de la comunidad de músicos y musicólogos, ayudando a configurar una trama en la que grupos o comunidades están interconectados por medio de los textos. El canon, en este sentido, puede llegar a constituir la dimensión narrativa de un género musical.

Aunque en un comienzo la idea de canon fue asociada a la autoridad y disciplina emanada del anclaje de un cuerpo representativo de música, pronto se reconoció que estas grandes obras estaban también generadas y condicionadas por un contexto específico de producción (Samson 2001: 6-7), por lo que debían ser analizadas históricamente (Weber 1999: 337). Se hizo necesario, entonces, detectar claramente el objeto a estudiar y definir qué tipo de acto de determinación delimitaba el objeto estudiado (Bohlman 1992a: 201), ya que esto permitiría desvelar su significado cultural e instalar un punto de vista crítico capaz de analizar sin ‘inocencia’ dichos objetos (Taruskin 1995: 8). Los objetos en cuestión eran también textos escritos.

Como recuerda Bohlman (1992a: 202-203), aquellos que escriben sobre música ¯no siempre (etno)musicólogos- organizan o disciplinan la música creando otros tipos de texto (comúnmente escritos) que se vuelven esenciales para la construcción del canon. Estos textos reemplazan la música entendida como fenómeno oral por la música comprendida como ontología textual, de tal modo que “el canon adquiere la función de corregir y codificar la representación de la música y sirve como vehículo para su propia reproducción”. El canon deviene así un marco que permite un análisis crítico e ideológico puesto que sirve de orden o medida de valor (Weber 1999: 338). De ahí que un canon de textos escritos pueda desarrollar en una música valores inextricables e incluso cualidades eternas y dimensiones trascendentales que operen como fuente de poder cultural (Cfr. Beard y Gloag 2005: 33).

El canon textual de un género puede definirse, entonces, como la construcción diacrónica de un discurso que representa un conjunto de rasgos -coreográficos, musicales y literarios- que es vertido por escrito, estratificado en distintas capas o niveles y difundido cronotópicamente. En cuanto conjunto de textos, este discurso posee “consecuencias materiales” para la forma en que la música es producida e incluso para la forma que ésta asume, la manera en que es vivida y los significados que se le asignan (Horner 1999: 18). Y en cuanto canon de textos posee una doble función: por un lado, explica el desarrollo de una música desde la palabra escrita (su ontología textual) y, por otro, intenta ubicar esta explicación del objeto en el centro del debate cultural, cualquiera sea el tono en que éste se produzca. En este sentido, la eficacia o poder representativo de este canon varía según su capacidad de explicar o sintonizar con las ideas hegemónicas existentes acerca del objeto en dicha cultura en un tiempo determinado. La efectividad del discurso se aprecia en la medida en que los textos son capaces de poner en circulación (de manera duradera) ideas anteriores o nuevas que hablan del objeto, sobreviviendo al paso del tiempo (y al surgimiento de nuevas ideas sobre dicho objeto) y generando un intercambio ‘intertextual’ visible.

Las capas o niveles a los que nos referimos son jerarquías que se forman dentro del mismo canon, las cuales van configurando una red de textos ‘principales’ y ‘no principales’ que dialogan entre sí. El corpus o capa principal está formado por lo que tradicionalmente entendemos como ‘canon’, vale decir, por el repertorio de ‘grandes obras’ o, en este caso, por el repertorio de ‘grandes textos’. Todas las capas, empero, contribuyen a lo que Bohlman (1988: 28) llama la ‘estabilización la tradición oral’ y entre ellas hay presiones para salir o entrar del canon principal, cuestión que conecta los textos entre sí (Cfr. Beard y Gloag 2005: 34). Un canon de textos o canon discursivo es, por esto mismo, eminentemente intertextual puesto que construye un relato por medio de préstamos, reutilizaciones, estilos compartidos, convenciones (o lenguajes) y contenidos comunes. Como expresa Álvarez, el uso del intertexto es un fenómeno de carácter cultural que está constituido por un conjunto de saberes socialmente compartidos que dan forma a un discurso repetido que va poco a poco legitimándose:

El intertexto, por esta razón, funciona como modalizador ya que el recurrir al discurso de una autoridad o figura respetable para la comunidad lingüística, confiere credibilidad o estatus al discurso […] Este  fenómeno intertextual se extiende a todos los elementos que constituyen lo que Coseriu denomina el discurso repetido de una comunidad lingüística, vale decir, aquellos modismos, refranes, citas y frases hechas que se han ido fijando con la tradición[2]

Naturalmente, durante el tiempo en que se gesta la producción de los intertextos, la cita continuada y preferente de unos en vez de otros (decisiones que corresponden al autor) va generando una estratificación que puede influir sobre el tema tratado. Así, a través de la jerarquización y selección que los propios trabajos hacen de los textos, se va dando forma a una ‘intertextualidad acumulada’, que no es otra cosa que el conocimiento de un tema disperso en fragmentos de textos considerados de valor que son repetidos, citados y (re)interpretados. Esto es lo que Harold Bloom (1995: 48) ha dado en llamar ‘la lista de supervivientes’.

De esta forma, el canon discursivo se forma, regenera y estratifica continuamente en torno a una capa o corpus central de textos más otras capas periféricas, en un ciclo que, si bien es flexible debido a la variabilidad de la intertextualidad, tiende a la iteración en el tiempo[3]. Dicha iteración permite conocer la forma en que la historia y desarrollo de un género ha sido representado discursivamente, aportando con ello un elemento de contexto para su estudio. Pero además posee impacto fuera del terreno escrito, puesto que la representación literaria corrige y (re)codifica el objeto, activando una ‘fuente de poder cultural’ que puede llegar a crear o a excluir otros textos del dominio público (Cfr. Beard y Goag 2005: 33). Este fenómeno puede observarse en el caso de la  (zama)cueca chilena así como en el de otros géneros sudamericanos[4].

La formación de un canon discursivo es un proceso paralelo al desarrollo histórico del género. En el caso de la danza que estudiamos, los textos que lo componen fueron escritos en un intervalo de tiempo de más de un siglo y medio[5] y han salido a la luz en un formato narrativo-literario (novela, ensayo, cuento, artículos periodísticos ligeros [reseña, nota, reportaje, efeméride, crónica] o en profundidad), en forma de textos sobre folclore o tradición oral (guías coreográficas, folletos pedagógicos, antologías / colecciones / cancioneros, libros divulgativos, reseñas o críticas), o bien -una parte menor, pero sustantiva- en un formato histórico (diarios, recuerdos o memorias o estudios historiográficos) y musical o musicológico (estudios, artículos, ensayos) con una orientación más o menos académica y hermenéutica. Del total de trabajos existentes o repertorio textual general, sólo la mitad se ha destacado por su aporte al estudio de la danza (la otra mitad no ha entrado en el canon), formando una suerte de capa exterior. Y nada más una quincena ha logrado convertirse en lo que llamamos ‘capa principal’ o referencia de autoridad para el conocimiento del baile[6]. Estas dos capas relevantes ¯casi medio centenar de textos- son las que utilizamos en el análisis de este trabajo y que ahora pasamos a analizar.

 

Origen y etnicidad

Uno de los aspectos que ha pasado más desapercibido para los especialistas que escriben sobre cueca o zamacueca, ha sido la velada discusión que se ha producido sobre la etnicidad de esta danza en las decenas párrafos y secciones dedicados a ella, cuestión que ha pasado desapercibida por haberse abordado desde el tema del origen y no directamente desde lo étnico. Sin embargo, en nuestro entender, si observamos con detalle el conjunto de textos escritos sobre esta danza, podremos observar varios niveles de diálogo entre los cuales figura una discusión sobre el origen que se va poco a poco desplazando hacia lo étnico. ¿Cómo se explica esto?.

Durante el siglo XIX, con la nacionalización de las formas musicales propiciada por la independencia nacional, la regionalización de las variantes musicales producidas en la década del 70 y la mencionada apropiación del Estado, la (zama)cueca fue convirtiéndose en un elemento representativo de la cultura chilena no sólo por su cualidades coreográficas y textuales arraigadas en la cultura popular, sino también porque la explicación de su trayectoria ayudó a satisfacer la necesidad de materializar el sentimiento colectivo de lo propio, empujado por la urgente idea de cultivar una cultura local que fuera distinta a la cultura heredada de los conquistadores. Esto llevó a algunos autores del siglo a considerar esta danza como un género vinculado a la idea de patria (Sarmiento 1948 [1842]: 166), a las ‘costumbres populares’ (Barros 1890: 333) o la familia nacional o ‘hija del pueblo’ (Autrán 1885: 11). Vicuña Mackenna (1909 [1882]: 283) expresó con claridad estas inquietudes, adelantándose al mencionado Pereira:

¿Cuestión internacional? ¿Cuestión de guerra? ¿Cuestión de palpitante actualidad? ¿Qué es la zamacueca como expresión de la índole social de un pueblo, como cuna y como tabladilla (…) como molde de costumbres, como gimnasia de la juventud, como símbolo de placer y bulliciosa alegría, como danza nacional en fin? ¿La zamacueca es peruana? ¿La zamacueca es chilena?

Detrás de estas preguntas hay no sólo una descripción del espíritu político de la época -que vivía en constante conexión con la cultura local- sino también el llamamiento a descubrir el punto de partida desde donde proviene la danza, la búsqueda de una tácita autenticidad que subyace a ella y que constituye una evidencia para demostrar su peso sociológico, su valor histórico y carácter ‘genuino’. Esta pregunta, fundamental para comprender la evolución de este baile, permanecerá como una constante durante las décadas venideras y es la clave para comprender el desplazamiento al que nos referimos.

Esta pregunta por el punto de partida se convirtió en uno de los ejes articuladores de los textos del siglo XIX, pero al mediar el siglo XX fue totalmente transformada. La ausencia de fuentes documentales directas hizo imposible hallar una respuesta a la pregunta arqueohistórica del origen y provocó la aparición de una amplia gama de hipótesis sobre la procedencia de la (zama)cueca, la mayoría de ellas basadas en referencias dejadas por observadores viajeros, memorialistas, cronistas o literatos extranjeros o nacionales, cuyos testimonios fueron tomados como hechos históricos de facto. La mutación de esta pregunta permitió el paso de un problema a otro. De este modo, el ideal de un pasado auténticamente genuino para la (zama)cueca se vio truncado y quedó vacío por la ambigüedad de las propias fuentes, dejando abierta una serie de cuestiones sobre su origen en lo que Parada (1998: 6) llamó el ‘misterio’ de la cueca. El dramaturgo criollista Antonio Acevedo (1953: 56-57) dio también cuenta de ello hace más de medio siglo:

La cueca ¯como las damas de mala reputación que son llevadas y traídas entre escándalos y avideces y que al fin se apoderan de la historia- ha sido demasiado comentada y juzgada según los diferentes criterios que de ella se han ocupado. Podría decirse que es una hija de nadie, pues nadie ha logrado descubrir su origen en forma que aclare toda duda, ni al parecer nadie ha querido prohijarla con franqueza, aunque la hayan aceptado como un huésped extraño, pero mirándola siempre algo de reojo

Como ningún elemento del repertorio textual general logró dar con un argumento certero para explicar la obra fundacional o ‘primera’, la pregunta por el origen de la (zama)cueca comenzó a ser negada o replanteada. La mayor parte de las ideas y discusiones surgidas en torno a la procedencia del baile comenzaron a desplazarse desde la búsqueda de una obra, repertorio o vestigio coreográfico, hasta la de un ascendente étnico donde pudiera hallarse un relato histórico auténtico o una génesis etnocoreográfica que saciara las dudas de melómanos e intelectuales, tal como describe Acevedo. De este modo, poco a poco la interrogante por el origen fue desplazada por la pregunta por la etnicidad de la danza, dando paso a la primera gran discusión etnográfica de un género musical en Chile y aportando criterios prácticos para delimitar temáticamente el canon textual.

El desplazamiento de la discusión, por tanto, se produjo por medio de la elaboración de diversas teorías sobre el origen étnico de la danza que fueron surgiendo lentamente a lo largo del siglo XIX -en gérmenes periodísticos, literarios o ‘musicológicos’- y que fueron siendo comentadas por otros trabajos a lo largo del tiempo, sedimentando poco a poco tres hipótesis sobre el ascendente de este baile: un origen indígena, uno africano y otro mestizo. Esta última hipótesis, nótese, tuvo tres variantes dependiendo del énfasis puesto en el análisis de lo étnico: en el centro desde donde se radió la influencia y su posterior mezcla (teoría arábigo-andaluza) o en el centro donde se recibió y ¯posteriormente- mezcló dicha influencia (hipótesis hispano chilena e hipótesis hispano peruana).

El contexto de producción de estas teorías fue particularmente relevante para el desarrollo posterior de la idea de etnicidad, pues hasta la década del 30 del siglo XX ellas convivieron ‘pacíficamente’ en su intento por comprender el origen la danza, sin trenzarse en diatribas ideológicas por convertirse en argumentos hegemónicos. Esto se aprecia con nitidez en las concisas y descriptivas explicaciones ¯aunque contundentes- que ofrecen textos como los de Vicuña Mackenna (1882, africanista), Barahona (1913, africanista), Autrán (1885, indigenista) o Allende (1929 y 1938, hispanista). No obstante, este apacible devenir cambiará al publicarse el libro Los orígenes del arte musical en Chile (1941), del historiador Eugenio Pereira (1904-1979), cuyo trabajo ensayará con éxito una clasificación en torno a los inicios de este baile que será debatida posteriormente.

Sumergido en una época que buscaba afanosamente la homologación de lo popular con lo nacional desde una mirada académica del folclore (Torres 2005: 9), Pereira concretó la primera síntesis acerca del origen de la zamacueca sugiriendo la existencia de tres vertientes principales: una ‘indígena’, otra ‘negra’ y otra ‘española’ (Pereira 1941: 268 y ss.), además de entregar una amplia gama de datos nuevos. Debido a la novedad de los datos aportados y a la coherencia explicativa de su exposición, su noción tripartita acerca del devenir histórico de la (zama)cueca fue repetida posteriormente por gran parte de los intelectuales y escritores ocupados de estudiar esta danza. Esto tuvo como consecuencia que discursos que habían sido producidos en momentos históricos distintos y por autores de diversa nacionalidad -separados por años o décadas- quedaran unidos o conectados por medio del relato histórico, como si fueran narraciones continuas que son resucitadas cada vez que aparece un texto nuevo.

El éxito de esta ordenación fue total. De los textos surgidos posteriormente muy pocos o ninguno cuestionó la triple clasificación propuesta por el historiador, por lo que las nuevas ideas fueron yendo a caer a las carpetas diseñadas por la mente post positivista de Pereira cual planificada y sistemática programación. Así, la mayor parte de los trabajos siguientes partió de esta división o la utilizó como elemento de digresión, instalando y recreando estos tres tipos de discurso (orientados a comprender el origen de la danza), que se erigieron como emisores intemporales del relato histórico de la (zama)cueca sin importar demasiado los rasgos históricos y extra textuales de cada uno de ellos.

Sin embargo, paralelamente al criterio de autenticidad y origen utilizado por Pereira para ordenar estos relatos (el ‘problema esencial’) y de una manera casi invisible, otro criterio fue asomando como una constante subyacente a estos textos, cual fue la búsqueda del origen étnico de la danza. Debido a que el tema del origen resultaba dificultoso para el común de los entendidos que no realizaban investigación con fuentes, pero también debido a que la mayor parte de los aportes históricos sobre el origen ya habían sido hechos por el trabajo de Pereira, casi todos los textos posteriores sobre (zama)cueca intentó reflexionar sobre otros aspectos que no fueran os del origen. Así, además de apuntalar la división tripartita de Pereira, muchos de estos textos centraron su reflexión en las cuestiones raciales del baile por medio de frases, adjetivos, párrafos o secciones en las que se consideró este elemento como un aspecto irrecusablemente relevante para la historia de la danza nacional. En consecuencia, a lo largo del siglo XX las ideas sobre el origen de la (zama)cueca fueron sufriendo una paulatina ‘etnificación’ que fue haciéndose, empero, sobre la clasificación tripartita que había legado Pereira. Un ejemplo de esto, entre muchos otros, es el que nos ofrece Eduardo Barrios, Premio Nacional de Literatura (1946), quien sentenciaba con vehemencia:

[Nuestra danza] No hay que confundirla con vecinas zamacueca o zambas cuecas. Hemos conseguido ya una genuina nuestra, ya libre de sus orígenes remotos. Ni jotas ni zapateos, ni africanerías tórridas del virreynato peruano [sic] se debe reconocer en ella (…) la vino componiendo el huaso [gaucho chileno] por estilizado reflejo de su propia realidad campesina[7]

De esta forma, junto con la consolidación de estas tres perspectivas históricas se fueron sedimentando tres perspectivas étnicas para analizar la danza, que se fueron consolidando gradualmente durante los dos tercios restantes del siglo XX, alimentándose de nuevos trabajos cada década y entrando en un terreno de ‘disputa’ por la eficacia explicativa acerca de la historia y origen de la (zama)cueca. Como veremos un poco más adelante, detrás de esta discusión acerca de la matriz racial de la danza yacía también otra discusión mayor: la de la identidad chilena.

Por lo tanto, el paso de la discusión desde lo ‘auténtico’ y ‘original’ hasta lo ‘étnico’ ¯facilitada por Pereira- hizo que la mayor parte de los textos tomara postura frente al dilema racial de la danza, aumentando el flujo intertextual y, con ello, la búsqueda de una explicación satisfactoria para la condición sanguínea de la danza. Sin embargo, de los tres discursos existentes ¯negro, indigenista y mestizo- sólo uno pudo alzarse como paradigma dominante, ubicándose al centro del canon, debido a su capacidad explicativa de lo mestizo y lo nacional, mientras que el resto (las teorías indigenistas y africanistas) fueron situándose en los márgenes o capas externas. ¿Pero cómo se produjo este proceso de ‘exclusión’ de unas ideas por otras?. La clave para ello puede hallarse en el vínculo que el canon principal logró establecer entre lo nacional y lo musical. Pero antes de hablar de esto describamos brevemente los tres discursos de este canon según sus emisores, explicando cuáles son sus autores principales (y secundarios) y sus contenidos.

 

La discusión étnica tripartita y la hegemonía del canon mestizo

El discurso de corte indigenista tuvo su base en los textos de Kilapán, Autrán y Garnham, quienes sostuvieron que la (zama)cueca poseía su origen en culturas antiguas. Kilapán, por ejemplo, creía que los artefactos que se usaban para bailar la (zama)cueca (pañuelo), así como los instrumentos para tocarla, los nombres utilizados en sus textos, las palabras con las que se animaba y la forma de bailarla, eran mapuches. Por ello consideraba inexplicable que los propios chilenos le atribuyeran un “origen extranjero” pues “El nombre de la cueca es araucano. Araucana es su música y su ritmo. Araucanos son los dichos que avivan la cueca” (Kilapán 1996: 13, 37-39, 55).

Una idea similar tenía el literato español Sañudo Autrán, quien creía que la (zama)cueca no se parecía a ninguna danza y, aunque tenía una particular delicadeza, en su aire ceremonioso había “algo de los primitivos araucanos, esos bizarros ascendientes del Perú y de Chile”. Si bien Autrán no volvió a desarrollar esta idea posteriormente, en el texto que dejó enfatizó el hecho de que fuera una danza original: “La zamacueca es un de los bailes más originales, no sólo de América sino del mundo; no se parece a ninguno”, originalidad que consideraba vinculada a la naturaleza étnica del pueblo que la practicaba, llegando a decir que se asemejaba al zortzico vasco, “como algo de semejanza tiene también el carácter del guipuzcoano y el chileno” (Autrán 1886: 11).

Vinculando explícitamente la (zama)cueca con el folclore local, Emilia Garnham (1961: 19-20) sostenía que esta danza provenía de la cultura diaguita, etnia originaria de la actual provincia de Coquimbo (IV región del país). Según ella, la (zama)cueca “habría nacido con las primeras manifestaciones artísticas de los habitantes del norte del país” cuyas rogativas habían dado origen “a los primeros bailes autóctonos”; por eso, señalaba, “Desde entonces ha debido sufrir varias transformaciones, hasta encarnar en su ritmo y melodía nuestra idionsincracia (…) Sin lugar a duda, nuestra danza nacional, la cueca, es heredada de viejas culturas chilenas”.

A diferencia de las ideas indigenistas, la teoría del origen africano se desarrolló sobre una base histórica más sólida ¯aunque no necesariamente verdadera- pero estuvo casi siempre ubicada en las zonas marginales del canon de la danza, al modo de una referencia contra-canónica. Sus primeras ideas se originaron en los planteamientos de Vicuña Mackenna, quien luego de realizar un análisis híbrido de carácter semántico, filológico y etimológico, concluyó -basándose en apuntes escritos por el viajero gascón Julien Mellet en 1823- que el antecedente de la (zama)cueca era el lariate, danza introducida en Chile por los negros de Guinea en la V región de Chile en su paso hacia el Perú. Vicuña Mackenna habría inferido la similitud de ambos bailes al ver bailar el lariate en las chinganas del barrio de los negros de malambo en Lima, momento en el cual habría hecho la relación y luego su extrapolación. El prestigio de Vicuña Mackenna como historiador y político haría hecho que esta teoría fuera recibida como probable por varias figuras de la literatura de orientación cultural, como Román Vial y Clemente Barahona en Chile o Juan María Gutiérrez, en Argentina (Pereira 1941: 271; Barahona 1913: 12).

Posteriormente, otros autores adhirieron a la idea africanista, como el sociólogo y antropólogo francés Roger Bastide, quien la definió como “una combinación de elementos bantúes africanos con el flamenco español”[8]. Y, si bien algunos autores se sumaron directamente a esta idea, como Grebe (2001-2002: 621) o Salinas (2000: 65-68), otros especialistas decidieron aceptar la idea de una influencia directa o indirecta mas no necesariamente un origen en la cultura del ébano[9]. En cualquier caso, indígenas o negras, estas ideas no llegaron a ocupar el centro del canon, que fue ocupado por las ideas relativas a la génesis mestiza de la (zama)cueca.

Contrastando con los textos africanistas o indigenistas, que, como hemos visto, se ocuparon de exponer de forma básica algunas ideas antropológicas, las teorías mestizas intentaron refutar las ideas anteriores a ellas, como lo reflejó bien Pereira en su trabajo fundacional. En su libro Los orígenes… ya citado, este historiador reconoció que si bien el negro y el indígena habían tenido un cierto grado de influencia en la formación del “cancionero criollo”, se habían mantenido “en un hermetismo religioso de misterio y cofradía” y, por tanto, habían desaparecido con el tiempo. Por eso creía que era un error atribuir al “escasísimo porcentaje africano a nuestra población, el origen de las danzas del país” y por ello creía que era necesario partir su investigación desde la “influencia peninsular” (Pereira 1941: 170-171). Este ejemplo fue seguido luego por otros autores[10].

La hipótesis mestiza acerca del origen de la (zama)cueca puso énfasis en el proceso de transculturación de la danza, desagregándose en las tres versiones susodichas: arábigo-andaluza, hispano peruana e hispano chilena. 

La idea de una herencia árabe recibida a través de la cultura andaluza se inició con el artículo publicado en 1929 por el compositor nacionalista y pedagogo chileno Pedro Humberto Allende 1885-1959), cuyo prestigio como académico extendió sus ideas más allá del formato académico, especialmente al recibir éste el Premio Nacional de Arte (Mención Música) en 1945. Luego de constatar la importancia de la canción con estribillo del romance vulgar hispano-musulmán en la forma canción chilena (zéjel) y de derivar el nombre de zamacueca de la zambra andaluza, Allende concluyó que la ‘música popular criolla chilena’ estaba emparentada con la española, y por tanto, con la de oriente (Allende 1938: 16 y 1929: 204). Aunque sus ideas no tuvieron el eco esperado en su momento, sus presunciones fueron retomadas medio siglo después -con variaciones- por el musicólogo Samuel Claro Valdés (1934-1994), quien rescató su valía como fundamento para el movimiento cuequero de fines de siglo.

Aunque ya en su libro Oyendo a Chile (1979: 56 y 58) expresaba que la (zama)cueca tenía un origen que iba cronológica y culturalmente más allá de la cultura hispánica, sólo unos años después el musicólogo colonialista Samuel Claro adoptó una postura acerca de lo que llamó las ‘cuestiones trascendentales’ de la especie (Claro 1982: 81). Para él la (zama)cueca poseía una innegable ascendencia arábigo-andaluza que había sido transmitida por medio del mestizaje (mezcla de sangre india con sangre ibérico-europea), asunto que consideraba injustamente olvidado por la academia. El mestizaje, sostenía, había conservado celosamente muchas tradiciones que, en el caso chileno, habían sido mantenidas con ‘extraordinaria pureza’. Esto explicaba que “el mestizo americano” fuera por vía paterna “el depositario de tradiciones milenarias, que entroncan al Nuevo Mundo con Al Andalus Árabe y con civilizaciones orientales de la antigüedad” (Claro 1989: 9-10). La (zama)cueca, decía, es “un canto que ha estado entre nosotros desde siglos, que representa la tradición libertaria del mestizo latinoamericano” (Claro 1986: 259), por lo que podía definirse como “la versión mestiza americana de la canción popular de la zambra arábigo-andaluza, transmitida al continente por el andaluz emigrado desde los albores de la Conquista y colonización” (Claro et al 1994: 45). Estas ideas, así como las referencias a otros textos (como los de Garrido y Allende), tuvieron un enorme impacto en la prensa y una considerable influencia en el canon de la danza, apareciendo y reapareciendo en ambas capas durante más de una década[11].

Las otras dos vertientes mestizas fueron tanto hispanistas como localistas. La primera de ellas, la idea de un género mestizo influenciado por la cultura peruana costeña, fue largamente expuesta por Carlos Vega, para quien el folclore sudamericano era de notorio ascendente ibérico y podía dividirse, como tal, en dos partes (cancionero occidental y cancionero oriental). Para formular esta división, Vega tuvo que establecer primero que no había “en general, imposición de estructuras aborígenes o importación de estructuras africanas” (Vega 1956: 17 y 1944: 154), fórmula a través del cual minimizó las capas exteriores del canon con total naturalidad.

Si bien la (zama)cueca había nacido en Lima y sus aspectos decisivos (baile, texto, música) eran el producto de fórmulas tradicionales preexistentes que estaban en pleno uso en la sociedad limeña de principios del siglo XIX, ‘biológicamente’ provenían del fandango español, que había sido acriollado en dicha ciudad (Vega 1956: 130, 177-178) y luego adaptado a suelo chileno, idea que el alemán Albert Friedenthal ya había señalado previamente (Vega 1953: 47, 70-71). Esta teoría hispano peruana fue aceptada por varios autores, incluido Pereira (1941: 269), quien, al validarla, expandió su autoridad en el país y la convirtió en la más fructífera hipótesis étnica de la música chilena, incrustándose firmemente en el corazón del canon y mezclándose -no pocas veces- con las ideas de Claro.

Finalmente, también en suelo nacional se buscó un ascendente mestizo para la danza. Además de la hipótesis del origen diaguita de Garnham, la mayor parte de los autores reconoció o enfatizó el proceso de transculturación peninsular y adaptación de este baile al país. Así lo hicieron, por ejemplo, Román Vial, quien sugería que “presentar la zamacueca como baile peruano es un error porque, precisamente, en el Perú la llaman chilena”[12]; también Pablo Garrido (1976 [1943]: 101) y Antonio Acevedo (1953: 10), que refrendaron esta idea considerándola apropiada; o Gálvez (2001: 27), quien suscribió que “La cueca chilena tradicional nació incuestionablemente en Chile, puesto que nunca antes se bailó cueca en otro territorio”. 

Fuera en la Península Ibérica, el mundo árabe, el África occidental, el suelo chileno o la Lima pre-republicana, la búsqueda del origen geográfico de la (zama)cueca en estos tres discursos reforzó la concepción histórica de esta danza y legitimó la idea de una búsqueda racial del origen. Sin embargo, el discurso africanista fue negado durante ambos siglos y la teorías indigenistas fueron validadas sólo parcialmente (debido a su conexión con las etnias locales), lo que convirtió a la hipótesis del mestizaje -la historia racial de la danza- en la tesis central (lo que fue reduciendo la complejidad de las vertientes hispano chilena e hispano peruana a un mero aporte para la idea de mestizaje como ‘mezcla de culturas’), ayudada por el desarrollo del nacionalismo y criollismo chilenos, como veremos a continuación.

 

(Zama)cueca, criollismo y nacionalismo

Como hemos tratado de mostrar a lo largo de las páginas precedentes, la búsqueda del origen de la (zama)cueca incentivó un intercambio intertextual que se fue enriqueciendo en la medida en que la discusión se fue desplazando desde el origen hasta el ascendente étnico. Con el paso del tiempo ¯el de los textos publicados- dicha discusión se convirtió en un diálogo narrativo sobre el proceso de mestizaje hispano repitiéndose copiosamente en los textos durante un tiempo prolongado (en ambas capas del canon). Esto tuvo como consecuencia la negación de las ideas indigenistas y africanistas y generó un verdadero contrapunto discursivo.

En el conjunto de textos del discurso de corte mestizo fue tomando fuerza la idea de que este género musical poseía un contenido naturalmente ‘chileno’, fijo y en cierto modo inmutable, como si fuera una esencia a-histórica y abstracta sin base factual que, a pesar de su delgadez intelectual, había de servir para conectar las ideas de nación (chilenidad) y música ([zama]cueca). Como expresaba Barril, uno de los más férreos defensores de esta idea, a la (zama)cueca “su carácter espiritual y sublime la identifica y separa claramente de un simple conjunto de evoluciones coreográficas. Es la señal más notable de pertenencia a un mundo que se construye, a un mundo que busca las claves de la autenticidad y la perpetuidad”[13]. De este modo, la segunda mitad del siglo XX fue testigo de la instalación definitiva del vínculo entre (zama)cueca y ‘nacionalidad’, dejando el camino llano para la asociación de las especulaciones nacionalistas con la música del país.

Es relevante observar que la importancia adquirida por el canon mestizo se produjo no sólo por la cantidad de textos que apoyaron esta idea, sino también porque permitió superar la necesidad de tener un punto de partida para explicar la danza, concentrándose en el desarrollo de un proceso evolutivo que no tuviera que sumergirse en los albores insondables de la historia. Con esta operación, por tanto, los textos del canon mestizo reemplazaron el ‘origen’ por el ‘proceso’, focalizando su interés en los “valores” de la danza. Así, a diferencia de otros países, el canon discursivo del principal género de la historia musical chilena no necesitó inventar una tradición para justificar el pasado, sino que optó por seleccionar y enfatizar ciertos aspectos del mestizaje vinculando ¯con soltura- la formación de la nacionalidad con la evolución histórica de un género musical. El establecimiento progresivo de esta relación fue sembrando la noción de que el componente clave del país era un mestizo especial o ‘privilegiado’, un pensamiento que Subercaseaux (2005: 652, 659) describió como la “búsqueda de una autoconciencia culturalmente europea’. Por lo tanto, mientras la discusión decimonónica sobre la etnicidad de la (zama)cueca estuvo transida por la idea de nacionalidad, la del siglo XX sumó a ésta la idea de mestizaje, entendiéndolo como un sincretismo biológico capaz de mezcla cultural y luego formar un verdadero ‘crisol étnico’.

Esta idea de mestizaje, que explica la hegemonía de uno de los discursos de este canon, se vio favorecida por las corrientes culturales que circularon en el país durante mediados del siglo XX, especialmente por el criollismo literario y el nacionalismo de corte social y musical. El primero instaló una pronunciada tendencia a considerar favorablemente el mestizaje como acervo natural de la cultura chilena, lo que se hizo especialmente notorio en la literatura escrita por autores nacionales en breves artículos y narraciones publicadas entre las décadas del 40 y el 60 en la revista En Viaje, donde aparecieron más de una decena de textos sobre la popular danza[14].

El segundo motor que coopero con esta cristalización de lo nacional mestizo en la (zama)cueca fue el movimiento ensayístico que gobernó el pensamiento local durante los primeros cuarenta años del siglo XX, donde se exaltó la estabilidad y homogeneidad del mestizo como prototipo. Según Godoy (1960: 109), los temas puestos por el ensayo social chileno intentaron delinear el carácter psicológico nacional a partir de una serie de variables -entre ellas, la étnica- lo que tuvo como consecuencia que estos temas se volvieran “tópicos y creencias aceptadas” que finalmente contribuyeron “a modelar una autoconciencia nacional”.

A esta influencia habría que sumar el impacto ¯menor en la cultura general del país, pero mayor en los círculos académicos- que tuvo el nacionalismo musical chileno de la primera del siglo XX, que contribuyó a universalizar los valores del folclore y a abandonar los regionalismos en favor de una música de orientación nacional, como se aprecia con total claridad en el pensamiento y la obra (sinfónica) de los compositores Pedro Humberto Allende, Carlos Lavín, Samuel Negrete, Jorge Urrutia Blondel y Carlos Isamitt.

Ambos pensamientos, por tanto, el criollista y el nacionalista en sus dos vertientes, ayudaron al canon mestizo de la (zam)cueca a volverse hegemónico y permitieron que se fijara la discusión sobre la raza hibridada, que luego fue extrapolada a los otros textos del canon discursivo en la segunda mitad del siglo (las capas externas). Así, al cruzar el medio siglo se tendió a asociar la procedencia de la (zama)cueca con el proceso de criollización de la cultura extranjera y la formación de la identidad nacional, ideas que se volvieron comunes en la cultura local y que se incrustaron en los textos[15]. La lucha por la ‘eficacia explicativa’ acerca del origen étnico de la danza, entonces, fue ganada por el discurso mestizo, cuya explicación fue, hasta hace muy poco, un discurso preponderante en la cultura musical chilena; eso sí, la idea de una triple posibilidad de ascendente mestizo (andaluza, peruana e hispánica) fue simplificándose debido a sus muchas especificidades para unificarse en un origen simplemente mestizo, usado ya como mero adjetivo, como se observa en el caso recién citado de la revista En Viaje. Hoy, cuando la recuperación de las identidades afrochilenas e indígenas asociadas con la (zama)cueca es cada vez mayor, esta idea se hace más evidente que nunca y su reconocimiento adquiere, por lo mismo, importancia[16].

De este modo, impulsado por un contexto ideológico tendiente a la validación de lo mestizo, el canon discursivo se expandió profusamente durante el resto del siglo y en todo tipo de formatos de escritura. Asociadas a la (zama)cueca aparecieron entonces palabras y frases como alma, pueblo, patria, picardía, fuerza, unidad, sentimiento popular, nación, expresión espiritual, emblema, virilidad, textura de chilenidad y, sobretodo, identidad. Estas sintomáticas palabras comenzaron a abundar en algunos textos del canon principal y, particularmente, en las capas externas de éste (cercanas al folclore), que actuaron como resonadores de una suerte de nacionalismo etnomusical[17].

De esto dan cuenta diversos escritos, como las palabras con las que Barril (ibídem) definiera el significado de la (zama)cueca ¯como “génesis de la raza chilena”-, como las poéticas ideas de Durand (1954: 19), para quien la cueca representara el “alma vibrante de la raza; auténtica expresión de lo típico que adquiere su más elocuente intención cuando la alegría brinca desde cada corazón y los pañuelos ondean en un ir y venir de engañosos amagos”; o como los pensamientos vertidos en este sugerente pasaje del artículo titulado La cueca transmite el canto de la vida y el eco de la raza, de Salvador Pineda (1955: 31-32):

La cueca es carne y espíritu de Chile, inspiración y esencia de su historia, raíz y razón de su destino (…) desde su origen va íntimamente ligada al sentido de la nacionalidad y su influencia ha servido, en cierto modo, para dar mayor firmeza y autenticidad a la idea de patria (…) la cueca corre paralela a la historia de la nación chilena (…) [y] casi no hay pasaje en la historia nacional donde la cueca no se haga presente (…) En todo momento, en suma, en que el pueblo chileno reafirma sus derechos y consolida sus libertades, se advierte de inmediato la influencia de la patriótica cueca. Y así, convertida en emblema nacional, la cueca es ahora síntesis y expresión de Chile

Una vez aceptada esta idea, por tanto, el discurso contenido en ambas capas comenzará a hacerse teleológico, orientando sus pensamientos directamente hacia el refuerzo de la identidad chilena mestiza, entendida como un soporte de la nacionalidad. Los textos sobre la (zama)cueca comenzarán entonces a definir la danza como un baile transhistórico, pletórico de propiedades trascendentes asociadas a la nacionalidad o al propio ser chileno. De este modo, los textos reforzarán la identidad e idiosincrasia chilena que ‘emana’ desde la (zama)cueca como fuente de chilenidad. Garrido (1979: 169) recordará, por ejemplo, que la (zama)cueca es la “entretela de la nacionalidad”, mientras que Acevedo (1953: 75) expresará “yo no sé si es chilena, no sé ni me preocupa el lugar de su nacimiento; sé sí, que la siento en mi vida, en mi alma (…) la cueca es nuestra porque como lo he dicho, solamente nosotros la sentimos”. Y el mismo Claro (1986: 259) publicará las palabras de Fernando González Marabolí, que dicen que “La cueca chilena es una forma que sigue leyes naturales (…) No es, como sostienen algunos, un canto africano, peruano otros, o que llegara en fecha determinada -1825- a Chile (…) [es] un acompasamiento poético-musical común y propio a nuestra idionsincracia”, por eso, dirá ahora Claro, “La revalorización y rescate de la cueca o chilena contribuye a la reafirmación de la identidad nacional” (Claro et al 1994: 16).

Como dijimos, este proceso de ‘deshistorización’ se hará algo más visible en las capas exteriores del canon, donde predominará la presencia de textos y autores vinculados a la recopilación folclórica y las tradiciones musicales locales, como en el caso de Gálvez (2001: 32), quien describirá la (zama)cueca como “el símbolo más puro de nuestra identidad”; o Parada (1998: 14), para quien la danza será el reflejo de un ‘orden inmutable’ que representa “una síntesis final y condensada de la interpretación de las leyes del universo”; o las palabras de Pradenas (1986: 1), quien aseverará que “la Cueca es ahora ¯y lo será siempre- síntesis y expresión de Chile, carne y espíritu de nuestra patria y esencia de nuestra historia”.

 

***

Como sugeríamos al comienzo de este trabajo, la musicología es una fábrica de ideas que posee una dimensión narrativa que también es susceptible de ser utilizada como contexto para el análisis de los géneros musicales de amplia base social, como son los géneros ‘nacionales’. En este sentido, el proceso de cambio de la idea de autenticidad y originalidad por la de etnicidad a través del canon discursivo (es decir, a través de un cúmulo de texto estructurados jerárquicamente a lo largo de la historia intelectual de este baile), nos deja lecciones de orden analítico pero también de tipo teórico-metodológico.

La observación del canon discursivo de un género (nacional) constituye una estrategia útil para desentrañar la producción de significados asociados el desarrollo histórico de la música, sirviendo como un contexto alternativo de análisis y ¯a la vez- como herramienta teórica para desgranar la relación de dicho género con procesos de la cultura local. En el caso que hemos analizado aquí, la formación y producción discursiva del canon ha permitido la concatenación y circulación narrativa de un cúmulo de ideas que han terminado por formar parte de la definición del género, puesto que han ido cristalizando significados etnohistóricos (con el tiempo y la intertextualidad) que conforman hoy una red semántica identificable.

Así, configurando el canon pero también transformándolo, la estratificación de estos textos ha ayudado a construir la imagen mestiza y nacional de la (zama)cueca, defendiendo apologéticamente el mestizaje como un ideal capaz de encajar con el baremo racial promovido dentro del país durante ambos siglos. Por eso éste ha servido para reafirmar el imaginario de la nacionalidad chilena ¯construido como mestizo- creando una suerte de memoria cultural escrita que ha facilitado la conexión del pasado con el presente y que ha aportado elementos para la continuidad cultural del sentido colectivo de identidad. De esta forma, además de su uso como repertorio de ‘grandes obras’, el concepto de canon ha sido útil como herramienta capaz de dar un contexto intelectual a los discursos escritos vinculados a la música[18].


Notas

  • [1] A menudo se usa el término zamacueca para referirse al siglo XIX y el término cueca para hacerlo al siglo XX. De manera concordante con el contenido de este trabajo utilizamos aquí el término mixto (zama)cueca como una forma de integrar ambos siglos en un solo nombre propio; este nombre propio, como puede apreciarse, hace mayor énfasis en su uso actual.
  • [2] Álvarez, Gerardo, Textos y Discursos.  1996. Introducción a la Lingüística del Texto. Concepción: Universidad de Concepción, p. 47. Citado en Concha (2003: 25-26).
  • [3] Ahora bien, esto no significa que esta jerarquía establecida sea rígida. Al contrario, como recuerda Bohlman (1988: 30) el canon contiene como posibilidades la estabilidad y el cambio, por lo que su constante enriquecimiento con nuevos textos le da dinamismo, pudiendo revocar la autoridad que ciertos trabajos han tenido en el tiempo y ahondar en variables que antes no habían sido consideradas.
  • [4] Esto es lo que ha ocurrido, en el caso de la (zama)cueca, con la influencia de algunos textos para la legitimación un tipo de cueca, como la llamada brava o chilenera, cuya hegemonía estilística se ha impuesto con claridad en los últimos años en gran parte de Chile. En este caso concreto, la influencia de un texto específico (Claro et al 1994) ha permitido fundar un paradigma explicativo a partir del cual se ha creado una nueva autenticidad para el género, provocando el reemplazo de un sujeto histórico (el huaso) por otro (el roto) (Spencer 2008). Ahora bien, en el caso de los géneros sudamericanos, esto es posible verlo en el vallenato, que según Bermúdez (2005: 216-218), fue bañado de una autenticidad fabricada por los discursos literarios y periodísticos de la segunda mitad del siglo; y también en la marinera peruana del siglo XX, cuya conexión directa con danzas venidas de África, relatada en diversos textos escritos por Nicomedes Santa Cruz, permitió asignarle mayor antigüedad y originalidad a dicho género (León 2003: 127).
  • [5] Considerando como primer texto de esta serie documental el artículo de prensa de Sarmiento (1842) y, como último, el de Muñoz y Padilla (2008). De todos estos textos, tres fueron escritos por investigadores extranjeros (Vega, Autrán y Sarmiento).
  • [6] Las razones por las que estos textos han ido adquiriendo notoriedad en el tiempo han sido al menos cuatro: su dispersión como textos impresos; su impacto en la prensa periódica luego de hacerse públicos; su presencia intertextual o grado de aparición como referencia de autoridad en otros textos; y, por último, la coherencia interna de su argumentación, esto es, la ausencia de datos falsos, contradicciones, etc.
  • [7] La Tribuna, 7-IX-1992, p. 3, véase Garrido (1979).
  • [8] Las Américas negras. Las civilizaciones africanas en el nuevo mundo. Madrid: Alianza, 1969, p. 163, citado en Salinas, 2000: 68.
  • [9] Véase Astudillo (2004) y Rondón (2007).
  • [10] Como ocurre en Claro y Urrutia (1973: 48), Claro (1979) y Escobar (1971).
  • [11] Para constatar esta afirmación véase, por ejemplo, Parada (1998), Gálvez (2001), Figueroa (2006 [2004]), González y Rolle (2005: 91, 393, [396] y 401) y Muñoz y Padilla (2008: 19-22 y 23-30, entre otras). En el caso de la prensa véase el diario El Mercurio (septiembre de 1994).
  • [12] Román Vial, en El Mercurio (Valparaíso, 9/5/1882), citado en Acevedo (1953: 17).
  • [13] Citado en Gálvez 2001: 61.
  • [14] Véanse los artículos de Águila (1948), Muñoz (1953), Díaz Garcés (1954), Durand (1954), Latorre (1954), Pineda (1955), Castro (1956), Moreno (1958), Sin Autor (1958 y 1962) y Jiménez (1963).
  • [15] Desde fuera del canon esta situación fue relativamente similar en la industria discográfica. En ella la idea de una identidad mestiza de la (zama)cueca se plasmó en el segundo tercio del siglo XX, cuando se hicieron visibles dos tipos de (zama)cueca, una ligada a la cultura urbana y otra a la cultura rural del Valle Central: mientras la primera se identificó con el pueblo oprimido y postergado por la represión del Estado y las elites (el roto), la segunda lo hizo con un prototipo de sujeto llamado huaso, un ‘mestizo peninsular’ de las zonas agrícolas del país cuyos valores y costumbres tuvieron amplia difusión en la segunda mitad del siglo XX por medio de la ‘cueca de disco’ (Cfr. González y Rolle 2005: 396-397).
  • [16] Al respecto, véase el trabajo historiográfico de Salinas (2000) y Cussen (2006), los textos musicológicos de Marchant (2002) y Rondón (2007) y las obras divulgativas de Astudillo (2004) y Barrenechea (2005).
  • [17] Como se aprecia en los textos ya citados de Claro, Figueroa, Gálvez y Parada y en los de Acevedo (1953: 82) Herrera (1980: 7), MINEDUC (1987: 5), Pradenas (1986: 1, 13-14) y Lavín (1967: 36-37).
  • [18] El canon al que nos referimos -en tanto dimensión narrativa- contribuye a la organización del conocimiento en un plano intelectual, pero puede llegar más allá del papel impreso y proyectarse en la ‘sociedad civil’, que consume preferentemente en el espacio privado los registros fonográficos pero practica la danza en los espacios públicos, ya sea para las fiestas patrias o para celebraciones específicas durante el año. En este sentido, la experiencia etnográfica que hemos desarrollado sobre la recepción de los textos escritos sobre a (zama)cueca ha sido fundamental -aunque no ha sido incluida en este trabajo por estar aún en proceso de desarrollo- porque nos ha permitido constatar hasta ahora el impacto que algunos de estos trabajos han tenido en la práctica social de la (zama)cueca, tanto a nivel del habla de los músicos como a nivel específicamente musical, haciendo real aquello que Horner llamaba las “consecuencias materiales” del discurso. Siguiendo esta línea, el paso siguiente al análisis del canon discursivo debiera ser la realización de una etnografía de textos para observar la relación entre el impacto material y el impacto teórico.

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