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Música y participación

Ruth Finnegan

[1]

Ante todo me gustaría expresar mi más sincera gratitud al Museo Nacional de Antropología, a la Sociedad de Etnomusicología y al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte por el gran honor de ser invitada a dar esta conferencia y por concederme la oportunidad de encontrarme con colegas españoles. Es también para mí un honor ser incluida en lo que promete ser la recopilación de trabajos más influyente e importante de etnomusicología en español: Las culturas musicales. Lecturas de etnomusicología. Es un placer especial conocer por fin al profesor Francisco Cruces; estoy en deuda personal con él por su generosa traducción de un trabajo mío anterior, para el número especial sobre música de la revista Antropología (1999) y por actuar como mediador de mi presencia hoy aquí.

El extracto de mi propio trabajo que ha sido incluido en Las culturas musicales es un capítulo titulado “Pathways in urban living” (“Senderos en la vida urbana”), de mi libro The Hidden Musicians (Los músicos ocultos), publicado en 1989. Me gustaría decir algunas cosas sobre él para introducir mi conferencia de hoy. Era un estudio de los músicos amateurs en la ciudad inglesa en la que vivo (Milton Keynes, en el centro-sur de Inglaterra), es decir, un estudio de música urbana, un interés que me alegra compartir con el profesor Cruces. Utilicé las formas de observación de la antropología y la etnomusicología para observar la música que había ante mi propia puerta a través, en parte, de métodos de trabajo de campo antropológicos. En suma, me basé en una importante característica de la moderna etnomusicología que a menudo se olvida, pero que se encuentra bien reflejada en esta excelente recopilación: el hecho de que puede ser aplicada a las músicas de aquí y ahora, no sólo a aquéllas lejanas en el tiempo y el espacio.

En mi investigación sobre aquellos músicos ingleses también adopté la postura de muchos etnomusicólogos que asumen que todas las formas de música merecen ser investigadas, sin juzgar unas como mejores o más dotadas de valor que otras. Así, exploré muchos tipos distintos de música en mi propia ciudad: los “mundos” musicales de, entre otros, la música clásica, el jazz, el rock, las bandas de metales, folk y country, con sus interesantes y diversas convenciones sobre composición, actuación y apoyo del público, incluso sobre la propia naturaleza de la música. Me chocó especialmente la cantidad de música amateur, y la calidad de tiempo y esfuerzo que la gente le dedicaba. No puedo detenerme aquí en los detalles (2), simplemente diré que mis resultados están totalmente en desacuerdo con el punto de vista común de que participar activamente en hacer música es algo del pasado, y que ahora la gente simplemente se sienta de forma pasiva ante el televisor o “consume” discos hechos por otros, manipulados por los medios de masas o los mercados globales.

El extracto incluido en Las culturas musicales es uno de los dos capítulos de conclusiones de mi libro, en el cual intento conjuntar los complejos datos que recogí. Como buena científica social, pasé algún tiempo trabajando sobre la relevancia de categorías como clase, género y edad a la hora de hacer música (se pueden ver mis conclusiones en el extracto) y también intenté explorar la significación profunda de hacer música para la vida de la gente en una ciudad moderna. En cierto sentido, los distintos “mundos” musicales eran caminos a través de los cuales las personas negociaban sus vidas, formulaban su realidad social y mantenían vivas las instituciones de la moderna cultura inglesa.

En este capítulo también intenté dar respuesta a una pregunta que me hacían a menudo: qué proporción de la población de la ciudad hacía música, o mejor, cuánta gente tomaba parte en ella. La respuesta no es fácil. Algunos aspectos pueden ser cuantificados, como el número de grupos activos, intérpretes y audiencias en un evento particular, o el ciclo de actuaciones regulares en un año dado. Pero eso era tan sólo rascar la superficie, porque mucha gente participa en la música de otras formas: patrocinándola, como proveedores del equipo, en las finanzas, las publicaciones y las tiendas. Aún hoy me pierdo entre las entrecruzadas huellas de la participación en la música. Sin embargo, me gustaría recoger tan sólo un aspecto a menudo pasado por alto: la participación de las audiencias.


Las audiencias y el estudio de la música

En 1989 el historiador inglés James Obelkevitch se preguntaba:

¿Se puede decir que existe la música sin alguien que la escuche? Cualquiera que lea el trabajo de los musicólogos –e incluso de los historiadores sociales de la música- puede olvidarse de pensar en ello. Los oyentes no tienen espacio en el programa original de Guido Adler para la musicología y han tenido muy poca atención desde entonces... Hemos aprendido mucho sobre los productores de música, pero los oyentes siguen siendo grandes desconocidos (Obelkevitch, 1989: 102).

Esta situación no ha cambiado mucho. Las audiencias y oyentes de la música tienen aún escasa visibilidad en la musicología establecida, y los estudios académicos se inclinan aún hacia el lado de los “proveedores”, los productores de música (Obelkevitch, 1989: 102). Los modelos del arte elevado, que aún nos influyen, se centran en el propio trabajo musical –la composición-, que será recibido por oyentes silenciosos como algo creado y transmitido por otros y no por ellos mismos. Tras esto frecuentemente subyacen oposiciones valorativas sobre cuerpo y mente, racionalidad y emoción. Los musicólogos académicos han privilegiado características cognitivas y no corporales, desplazando el centro de atención hacia la composición, las partituras escritas y las formulaciones racionales de la teoría clásica. En consecuencia, apenas han tomado en consideración las experiencias emocionales y corporales de las audiencias (3).

Los etnomusicólogos han adoptado una aproximación más abierta y comparativa. Pero incluso entre ellos el interés ha estado tradicionalmente más centrado en las estructuras musicales, composición, intérpretes e instrumentos que en las audiencias. Estudios recientes sobre música popular moderna sí las han tenido en cuenta, aportando nuevas visiones, pero a menudo con escaso interés por la experiencia de los oyentes como algo que merece ser estudiado por sí mismo. Han tendido a centrarse en los intérpretes y cuando las audiencias y oyentes son mencionados es para explicar sus experiencias en términos de ilusión, alienación, mercantilización y similares.

Daniel Cavecchi ha sintetizado correctamente la situación actual en su libro Tramps Like Us (Vagabundos como nosotros). Es un estudio sobre las experiencias de los fans de Bruce Springsteen, al que me referiré varias veces como uno de los pocos que se centran en detalle en la experiencia de audiencias y oyentes. Como él señala, en las tiendas hay muchos libros sobre artistas musicales, pero no sobre oyentes de música.

Siempre se puede encontrar una biografía de Beethoven, pero raramente una aproximación a cómo era asistir a la ejecución de una de sus sinfonías. Se puede encontrar todo tipo de análisis de las grabaciones y directos de los Beatles, pero muy poco sobre la gente que usó su música para abrirse paso en la vida cotidiana, semana tras semana, año tras año (Cavecchi, 1998: viii).

Algunos de los autores de Las culturas musicales se han abierto, sin embargo, al estudio de las audiencias musicales, de otros participantes aparte de los compositores e intérpretes. El interés creciente por las audiencias también se halla en relación con otras tendencias intelectuales contemporáneas. Por su particular relevancia para el estudio de la participación en la música, me gustaría llamar la atención sobre tres de ellas: aproximaciones a las respuestas de los lectores, estudios sobre la ejecución (performance) y desafíos a la oposición –valorativa y de larga data- entre mente y cuerpo.


Estudios sobre la respuesta de los lectores

Los acercamientos tradicionales en literatura y musicología a menudo arrancan de dos asunciones implícitas. Primero, que una obra existe ante todo en la intención del autor, no en las experiencias contingentes y múltiples de sus audiencias. Segundo, que la composición tiene un cierto tipo de autonomía por sí misma, trascendiendo tiempo y lugar. En caso de que su significado precise de explicaciones adicionales, éstas corresponden a los análisis verbales y cognitivos de especialistas expertos.

Desde los estudios literarios, en la actualidad estas posiciones son seriamente desafiadas. El centro de atención se ha movido desde la propia obra y la opinión del autor hacia las experiencias múltiples y elaboradas de los lectores. Así, la necesidad de reiterar que es necesario estudiar no sólo los autores y sus obras sino también a los lectores resulta ya casi obvia.

Pero hasta el presente estos enfoques han tenido escasa influencia en la musicología académica, o incluso en las nuevas perspectivas prometidas en los estudios culturales críticos de la música como proceso (4). Llama la atención que, incluso en la más reciente edición del New Grove Dictionary of Music and Musicians (2001) no hay entradas para “audiencia”, “oyente” o “experiencia”. Hay un corto artículo sobre “recepción”, pero más centrado en la difusión o circulación del canon que en experiencia, interpretación o participación de audiencias y oyentes. Y sin embargo, por citar a Obelkevitch otra vez, “¿Puede la música existir sin alguien que la escuche?” (1989: 102). El investigador sueco Ola Stockfelt lo señala de forma más extrema: “El oyente, y sólo el oyente, es el compositor de la música” (Stockfelt, 1994: 19). Esta afirmación tal vez resulte exagerada, pero destaca hasta qué punto la música es experimentada y elaborada en la práctica por aquéllos que la escuchan. Ustedes mismos, estoy segura, han escuchado la música de una manera u otra, grabada o en directo, y la han experimentado en multiplicidad de formas personales, que pueden o no estar de acuerdo con las expectativas y prescripciones de los expertos.

Es cierto que estudiar las múltiples prácticas de participación musical no resulta fácil, y que puede parecer más sencillo dedicarse a la obra musical, al “texto” que puedes analizar tranquilamente en tu despacho. Ésta es, quizás, la razón por la cual algunos estudios han prestado tanta atención a los géneros vocales, donde las palabras pueden ser transcritas y colocadas bajo el microscopio. De esta forma, a menudo los analistas culturales se han centrado en los “mensajes” de las letras de las canciones. Para algunos géneros, alguna gente, algunas ocasiones, las letras son sumamente significativas. Pero esto no es siempre así, ni se llega siempre a un acuerdo sobre su significado. En este punto, de nuevo, los analistas se han ido haciendo eco lentamente de las nuevas perspectivas en los estudios literarios, las cuales han desplazado su atención desde los autores a las interpretaciones variadas de los lectores (5). Por encima de todo estoy de acuerdo con la conclusión de Daniel Cavecchi cuando afirma que “En el campo académico de la música... es aún la creación de música lo que ejerce la supremacía; de todo el mundo se espera que sea músico o compositor, y que se interese por el arte musical y la composición” (Cavecchi, 1998: viii).

Aquí es donde los etnomusicólogos pueden asumir el liderazgo y, espero, introducir sus puntos de vista dentro del campo de la musicología tradicional. Ellos siempre han estado interesados en desafiar las ideas estrechas del arte musical occidental y contemplar de una forma más amplia los muy distintos modos en los que la gente participa en la música. El campo está abierto a etnografías más detalladas sobre el rol creativo de las audiencias y los oyentes en la formulación de sus experiencias musicales.


Estudios sobre la performance

Los estudios sobre la ejecución han sido especialmente clarificadores, al ampliar la noción de “participación” en un evento musical o de otro tipo. Revelan hasta qué punto las audiencias, no sólo los intérpretes, pueden ser participantes activos.

Un aspecto importante es que los roles y experiencias de los miembros de la audiencia no son necesariamente los mismos que los de compositores e intérpretes. Necesitan ser estudiados por sí mismos, en vez de considerarlos algo secundario o receptivo. Sin duda todos ustedes pueden pensar en ejemplos de su propia experiencia, pero me gustaría presentar brevemente el caso de las actuacionesmusicales entrelos Limba de Sierra Leona, estudiadas por el antropólogo Simon Ottenberg (1966). Él describe las actuaciones instrumentales y vocales de un músico ciego, Sayo, cuyas canciones están impregnadas de sentimiento de tristeza e infortunio, de imposibilidad de controlar la vida o el destino. Pero estas canciones pesarosas “no crean una tristeza evidente para el coro” (que es, en cierta medida, la audiencia), ya que estos participantes están menos preocupados por las palabras que por el goce de responder cantando, aplaudiendo, bailando. Así obtienen “una oportunidad para enfrentarse con la realidad de sus sentimientos bajo la apariencia de felicidad” (Ottenberg, 1966: 92, 93).

Ottenberg ofrece a las claras, de forma poco habitual, el contraste entre intérprete y audiencia. Actualmente existe una percepción creciente de que debe haber diferentes roles durante un mismo evento, y que las experiencias de la audiencia también son merecedoras de atención. Hay también muchas formas diferentes de “ser audiencia”, desde la distinción clara entre intérprete y audiencia hasta los ejemplos, bien documentados por los etnomusicólogos, en los que parte de la audiencia interviene activamente en ciertos aspectos de la performance (6). Las personas pueden escuchar de muy diversas maneras; como espectadores incidentales o como participantes comprometidos; como oyentes involuntarios de música enlatada o como fans ávidos que escuchan sus discos favoritos. Incluso en un momento dado no todo miembro de la audiencia reacciona ante la música o la interpreta de la misma manera. Y a lo largo del tiempo, probablemente las experiencias también tienden a ser múltiples y, aunque relacionadas con un género particular, no están totalmente determinadas por él. Así que, si queremos entender cabalmente cómo participa la gente en la música en el mundo real, necesitamos considerar, sin prejuzgarlas valorativamente, todas esas distintas experiencias y cómo se enfatizan. Todas merecen un estudio serio, no que se las expulse del campo.

“Ser audiencia” no es un proceso pasivo. A veces esto resulta patente, cuando la “participación activa” de la audiencia forma un elemento esperado de la situación. Así es, por ejemplo, en el caso de los Limba (Ottenberg, 1966). Las actuaciones de Bruce Springsteen son también vividas de este modo por sus fans, quienes comparten la idea de que las actuaciones no son sólo algo para ser pasivamente observado, sino para integrarse en ellas. “Me siento agotado después de ver un concierto de Bruce” –dice uno de ellos-; “he estado de pie, aplaudiendo, dando voces y gritando” (citado en Cavecchi, 1998: 93). Los miembros del público son un factor esencial en las actuaciones en directo de formas incluso menos obvias: cómo se sitúan, cómo se mueven, qué sonidos producen, cómo observan, cómo interactúan con los intérpretes. El músico de jazz John Coltrain comentaba que “La audiencia, al escuchar, está en pleno acto de participación... Y cuando sabes que alguien se está moviendo de la misma forma que tú, es como formar parte del mismo grupo” (cita en Shaw, 2001: 27). El ambiente, las “vibraciones”, dependen tanto de la audiencia como del intérprete. Como John Blacking señala a menudo, los miembros de la audiencia también son músicos, en el sentido de que han necesitado aprender ciertas habilidades necesarias para poder participar. Como efectivamente observé en mi trabajo de campo en Inglaterra, incluso en los conciertos de música clásica las audiencias deben aprender el comportamiento y la conducta corporal esperados, así como convenciones sobre, por ejemplo, cuándo sentarse, cuándo moverse, cuándo estar quietos y cuándo aplaudir. Todas éstas son contribuciones activas y esenciales al concierto.

Los oyentes de música grabada también participan creativamente a través de formas personales de interpretar sus propias experiencias y formular activamente lo que oyen. Esto merece destacarse, ya que las actuaciones en directo han atraído más atención, como si escuchar una grabación fuese una actividad de segunda fila o deplorable (admito que yo misma me fijé poco en este aspecto en mi propio estudio de música urbana de 1989). En la práctica, escuchar música grabada es hoy parte intrínseca de la vida de la gente, en cualquier lugar del mundo. En cierto momento los etnomusicólogos, en su búsqueda de lo “auténtico”, rechazaron la música grabada por considerarla intrusiva e incluso “artificial”, mientras que los analistas culturales le dedicaban su atención. Por fortuna ahora podemos observar una creciente apreciación de esas formas de escucha como parte del continuo de la participación musical, y están apareciendo estudios muy abiertos sobre la música en la “vida cotidiana” (por ejemplo Campbell, 1998; Crafts et al., 1993; De Nora, 2000).

De la misma forma que el ser audiencia en un concierto, “escuchar” música grabada también abarca un espectro amplio de posibilidades, propósitos, grados de atención y contextos. Con seguridad constituye una forma de participación en la música. A veces esta experiencia de escucha no se limita a un evento particular, sino que llega a estar íntimamente entrelazada con las vidas de los participantes. Cavecchi demuestra, por ejemplo, cómo las experiencias de los fans de la música de Springsteen interaccionan con sus vidas y su interpretación de ciertas cancines en particular. “Durante el trayecto desde casa, en el trabajo, en la escuela... la mayoría de los fans están todavía ‘escuchando’... asociando las estructuras musicales percibidas, los potenciales mensajes y los contextos de su experiencia” (Cavecchi, 1998: 126). De manera parecida, para los amantes de la música clásica puede haber muchos armónicos que interaccionan con sus propias experiencias vitales, de la misma manera que para los fans del jazz o la música popular ciertas combinaciones de ritmos pueden adquirir un significado profundamente emocional, filtrándose en sus vidas. Simon Frith describe el caso de la música popular en su agudo artículo “Towards an Aesthetic of Popular Music” (“Hacia una estética de la música popular”), también incluido en Las culturas musicales. En él explica cómo las asociaciones musicales penetran la vida de la gente.

No hay manera de escapar a este tipo de asociaciones... Necesitamos entender el cúmulo de referencias musicales que llevamos con nosotros, aunque sólo sea para dar cuenta de ese momento que subyace en el núcleo de la experiencia musical, cuando, de entre todo ese maremagnum de sonidos en el que nos hallamos inmersos –nos gusten o no-, reconocemos de golpe una combinación concreta, que sin motivo aparente, se mete en nuestra vida (Frith, 1987: 148).

Los puntos de vista de los estudios sobre la performance nos han alertado de que los conceptos sonoros simples de “audiencia” y “oyente” envuelven en la práctica una multiplicidad de roles, interacciones y formas de creatividad. Tomarlos en serio, estudiándolos con la atención al detalle propia de la etnomusicología, nos llevará a ampliar las realidades de la participación musical.


Una visión más amplia de la participación:
superar nuestra comprensión de las dicotomías mente/cuerpo e intelecto/emoción

Nuestro entendimiento de la participación en la música también se ha ensanchado gracias a aproximaciones más progresistas al concepto de “experiencia” y el desafío a las viejas divisiones entre el (supuestamente elevado) intelecto y las dimensiones corporales y emocionales (“inferiores”) de la vida humana. En el modelo occidental de arte elevado, la música se ha visto como una actividad que caería predominantemente del lado de lo cognitivo, con expertos que instruyen a las audiencias sobre la adecuada apreciación mental e intelectual de lo que escuchan. En la medida que entre en juego la emoción, debe ser “bajo la guía del intelecto” (así expresa Deryck Cooke la visión tradicional, 1959: 272). La norma clásica predica una implicación mental y no corporal. Así, “otras” músicas como el jazz, el rock o las percusiones africanas fueron descalificadas como músicas “físicas”, no intelectuales e inferiores: un flujo “descerebrado” de emociones sin control, no música en sentido estricto. Mientras las audiencias de la música clásica fueron descritas interactuando con la música a través de su mente, los oyentes de música popular se pintaban como descerebrados manipulados por el mercado o gentes arrebatadas por impulsos corporales.

En la actualidad se cuestiona seriamente estos modelos etnocéntricos de “racionalidad”, al tiempo que empezamos a valorar tanto el elemento corporal de la actuación como la experiencia emotiva. Esto amplía la visión de las formas en las que la gente participa en la música, con el cuerpo multisensorial al tiempo que con la “mente”, emocional al tiempo que intelectualmente. Simon Frith defiende, con razón, que “todo hacer música implica el cuerpo-en-la-mente” (1998:128). Ante toda participación musical conviene interrogarse sobre la intencionalidad de sus acciones corporales propositivas que forman a menudo una dimensión clave dentro del proceso experiencial como un todo. Éstas varían desde el cuerpo estudiadamente inmóvil de los conciertos de música clásica a los movimientos de baile de otros géneros musicales, pasando por los ecos corporales al escuchar ciertas grabaciones.

Prestar atención a las dimensiones experienciales aumentará de seguro nuestro entendimiento de la participación en la música. Tomemos por ejemplo el trabajo de Steven Feld, otro autor con razón incluido en Las culturas musicales. En su fascinante libro Sound and Sentiment (“Sonido y sentimiento”, 1990) analiza la música de los Kaluli de Nueva Guinea no como un texto específico, sino como algo entretejido con todas las asociaciones entre las que los Kaluli aprenden a moverse, como sugiere el subtítulo de la citada obra: “Pájaros, llanto, poesía y canción”. Feld describe las pesarosas canciones de las ceremonias que duran toda la noche –cuidadosamente compuestas y ensayadas para la ocasión-, las lágrimas y en algunos casos la rabia que causan en sus oyentes. Asimismo, describe la epistemología acústica que resuena a través de sus vidas. Son experiencias aprendidas y controladas culturalmente, conmoviendo a la audiencia hasta el llanto, y representan “medios expresivos para articular... emociones y sentimientos compartidos” (Feld, 1990: 215, 217).

Esta amplia manera de considerar la experiencia, sin separar las emociones de la mente, puede aplicarse a la participación musical en una amplia variedad de géneros y culturas. En los conciertos de rock de Liverpool, según Sara Cohen, la música “crea su propio espacio y tiempo donde todo tipo de sueños, emociones y pensamientos son posibles” (Cohen 1991: 191). En el caso de los Limba, la experiencia musical lleva a los participantes más allá del aquí y ahora de la vida cotidiana con sus conflictos, de modo que los instrumentistas y el coro pueden ser “felices en una especie de mundo musical sin tiempo”. Experimentan al mismo tiempo un sentido de solidaridad social y

un tipo especial de individualismo interior... (permitiendo) a los individuos disociarse mentalmente del grupo musical incluso mientras actúan e interactúan corporalmente dentro de él... yendo y viniendo entre la completa consciencia y el ensueño (Ottenberg, 1996: 192, 193).

Charles Keil también aporta un inspirador repaso a las experiencias profundas de los participantes en la música en su “Participatory Discrepancies and the Power of Music” (“Las discrepancias participatorias y el poder de la música”), incluido en Las culturas musicales, y que les invito a leer.

Estos análisis de la participación son complejos y no están libres de controversias. Pero son importantes porque afrontan cuestiones sobre las prácticas actuales de la gente, algo que no puede ser deducido de la “obra” musical en sí misma, sino sólo a través de los minuciosos intentos de los etnomusicólogos y otros investigadores de estudiar las múltiples formas en que la gente participa en la música, no sólo de manera mental sino como experiencia emocional y acción corpórea.


En conclusión

Volviendo al principio, la “participación en la música” no es una única propiedad monolítica, menos aún algo cuantificable en simples cifras numéricas. Ciertamente no está cubierta por los estudios sobre compositores e intérpretes. La participación tiene muchos aspectos, pero, con que sólo nos centráramos en la dimensión de las “audiencias” y los “oyentes” en los que he puesto énfasis aquí, descubriríamos que hay múltiples modos a través de los cuales la gente escucha la música, creativa, flexible, corporal y multisensorialmente. Este puede ser un tema escurridizo, pero resulta central para la etnomusicología y la antropología. Abre puertas para la investigación y para desarrollar una apreciación más rica y realista de las vías que la gente utiliza para participar en esta maravillosa actividad humana que es la música.


Notas

  1. Texto presentado en el evento "Tendencias actuales en la investigación etnomusicológica y su desarrollo en España", celebrado en el Museo Nacional de Antropología el 20-10-2001 con motivo del X Aniversario de la SIbE-Sociedad de Etnomusicología. Traducción de Héctor Fouce, revisión de Francisco Cruces y Raquel Pérez. [§]
  2. Los detalles pueden encontrarse en Finnegan, 1989; para un resumen accesible, consúltese mi artículo en Antropología, 15-16: 9-32. [§]
  3. Las prolíficas “Guías para oyentes” del siglo XX, por ejemplo, no han sido exploraciones de las variadas experiencias reales de las audiencias, sino manuales prescriptivos en los cuales expertos autorizados exponen la estructura de la obra musical, enseñando a la gente a ser oyentes competentes y mostrando cómo encajan los distintos elementos. Están dirigidos a la expresividad de la música (tonos menores o escalas descendentes serían inherentemente tristes, por ejemplo) más que a los múltiples significados que distinta gente podría encontrar en la práctica. Hasta Leonard Meyer, en su influyente Emotion and Meaning in Music (Emoción y significado en la música) se centró, no en las experiencias de la gente común, sino en la sintaxis de las obras musicales y los juicios sobre ellas de “compositores, intérpretes, teóricos y críticos competentes” (1956: 197). [§]
  4. Por ejemplo, incluso en el rupturista conjunto de nuevos acercamientos Rethinking Music (Repensar la música), de Cook y Everist (1999), no hay prácticamente nada sobre audiencias y participación (en el índice, significativamente y de forma característica, hay múltiples entradas para “compositores”, “composición”, y varias para “partitura”, pero nada sobre “audiencias”). El capítulo de Everist sobre “teorías de la recepción” es fundamentalmente sobre la recepción dentro del canon, más que sobre la experiencia de las audiencias. Lo mismo puede decirse del renovador volumen editado por Leppert y McClary, Music and Society (Música y sociedad, 1987), ya que, con la brillante excepción del excelente análisis de Simon Frith y aunque “recepción” figuraba en el subtítulo, no hay apenas nada en él sobre la experiencia de los oyentes. [§]
  5. Por ejemplo, las letras de las canciones de Springsteen, resonando en cada individuo, no poseen un único mensaje y parecen ser menos centrales que las expectativas compartidas de energizantes interpretaciones personales y experiencias religiosas (Cavecchi, 1998). Simon Frith (1998) acentúa de forma similar el papel de la actuación por encima del de las letras, así como el hecho de que los oyentes están dispuestos a crear sus propias interpretaciones múltiples. [§]
  6. El coro interactivo de los Limba es un buen ejemplo de extensos patrones de “llamada y respuesta”. [§]

Referencias

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