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SIBE - Sociedad de Etnomusicología
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El sonido de la cultura

Francisco Cruces

¿A qué suena la cultura, las culturas? La pregunta, por extraña, puede parecer absurda. Cada contexto cultural específico tiene, desde luego, sus sonidos característicos. Pero éstos no siempre han formado parte de la textura de las etnografías ¯el sonido no es, por así decirlo, el material del que normalmente está hecha la escritura etnográfica. Aparece, todo lo más, como el ruido de fondo del trabajo de campo. Significativamente, las metáforas recurrentes entre los antropólogos acostumbran comparar la cultura con un mecanismo, un organismo, un cuerpo vivo, un esqueleto, una red, un mapa, una matriz, un texto, un laboratorio, una plaza, un pulpo o algunas otras cosas; con ello contribuyen sin duda a nuestra comprensión visual e intelectual de ese todo complejo que llamamos «cultura». Pero es sintomático que tales modelos (logocéntricos u optocéntricos) hayan dejado de lado, sistemáticamente, la dimensión sonora. En vista de eso, ¿no resulta «el sonido de la cultura» una metáfora necesaria?


La consideración de la cultura desde el punto de vista del sonido representa una de las preocupaciones centrales de aquella disciplina que, arrancando de la musicología comparada decimonónica, se desarrolló a lo largo de este siglo bajo las denominaciones dispares de «musicología comparada», «folklore musical», «etnomusicología» y «antropología de la música». Con independencia de acotaciones más o menos restrictivas del campo (aquí las trataremos todas como cotérminos), éste puede ser entendido de manera amplia como el estudio de las culturas musicales del mundo. Dicho campo se caracteriza por haber conservado siempre su constitutiva -y fructífera- tensión entre la formación musicológica y antropológica de sus miembros; entre la atención a las formas sonoras y al contexto social. Cambiando a la par que las sucesivas redefiniciones de su objeto ¯según los rótulos de músicas «primitivas», «orales», «tradicionales», «folklóricas», «populares», «nacionales», «étnicas», etc.¯ su interés lo constituye toda música (o todo sonido) en tanto que expresión de los diversos grupos humanos. Al estudiar el conjunto de relaciones que la música mantiene con la vida sociocultural, la antropología de la música nos posibilita entender, en la expresión ya clásica de Merriam, «la música como cultura»: es decir, como una forma particular de la cultura. 

En el presente volumen se ha querido reunir la contribución de algunos especialistas para proporcionar al lector en castellano un material de primera mano sobre problemas y orientaciones actuales en la disciplina. El resultado tiene las fortalezas y debilidades de toda empresa contemporánea. Se ha buscado que el conjunto abarcara tanto reflexión teórica y metodológica como ilustraciones concretas, y que respondiera tanto al interés estrictamente musical como al del estudioso de la antropología. 

Por encima de todo, cabe destacar la diversidad temática, geográfica y de enfoques aquí reunida. Las contribuciones proceden de Gran Bretaña, Japón, Brasil, Cuba, Puerto Rico, Uruguay, Colombia y España, y abarcan materiales aún más distribuídos en el espacio: del archipiélago de Okinawa a la ciudad de Nueva York; de los cultos shangó de Recife a las manifestaciones parisinas contra la Guerra del Golfo; del romance hispano a los tambores batá. Esa apertura espacial y temática (en consonancia con una vocación comparatista) es, por sí misma, síntoma de los múltiples valores que cobra la música -un arte por definición desanclable- en tiempos de translocaciones y relocalizaciones de la cultura (cf. Hosokawa, en este volumen). 

Un primer bloque de artículos presenta algunos esquemas generales de reflexión, centrándose respectivamente en el valor del estudio de la música para la etnografía (Finnegan), los niveles de articulación de la coherencia musical (Cruces), la contraposición entre estéticas rituales de la «opacidad» y estéticas modernas de la «transparencia» (Carvalho), y la deconstrucción del concepto decimonónico de lo «popular» (Díaz Viana). Un segundo grupo tematiza etnográfica e históricamente dos tradiciones concretas: la de los tambores batá -vinculada originalmente al sincretismo religioso y la supervivencia cultural de los esclavos en Cuba-, y la de la carnavalesca murga uruguaya, de ascendiente ibérico (Eli, Fornaro). Otros tres abordan específicamente el problema de la globalización/regionalización contemporánea de los géneros, a partir de los casos de la world music (Ochoa), la salsa caribeña (Quintero) y la música de los emigrantes latinos en Japón (Hosokawa). Finalmente, se incluyen dos trabajos que tratan, de forma marcadamente innovadora, objetos de estudio poco tradicionales como son las músicas ambientales (Martí) y el paisaje sonoro de las manifestaciones (Ayats).

Este abanico de temas (que aún se hubiera visto enriquecido con alguna muestra del folklore musical ibérico, de los estudios sobre performance o de la literatura feminista sobre música y género) da buena cuenta de la pluralidad de preocupaciones de la etnomusicología actual. Con esta diversidad se corresponde la de las estrategias de trabajo: desde la observación participante más clásica (Finnegan, Eli) a la encuesta y la entrevista en profundidad (Martí), pasando por el análisis de contenido de las grabaciones y letras (Hosokawa, Quintero, Fornaro) a la transcripción musical (Carvalho, Cruces) o el análisis estructural de la forma sonora (Carvalho, Ayats). 

En estos textos, el fenómeno musical es abordado, al modo tradicional, en niveles comunitarios de relación cara-a-cara; pero también en el entorno amateur de las asociaciones voluntarias; en el de su producción profesional; o en el campo de su distribución comercial y su recepción por audiencias masivas. Los procesos implicados van de la transterritorialización de los géneros a la construcción de identidades locales o nacionales; de las transformaciones religiosas del sujeto que experimenta un trance ritual a las transformaciones, más triviales y cotidianas, con que las músicas ambientales edifican el sentido de familiaridad del habitante urbano. En cualquier caso, la música aparece siempre como un instrumento fundamental de supervivencia cultural. Ya se trate de los fieles del culto afrobrasileño, de los vecinos de barrio de Montevideo, de los coros parroquiales de Milton Keynes o de los emigrantes dekasegui en Japón, la música importa. 

Tanto importa que podríamos decir que se configura, en algunos de estos textos, como modelo de eficacia simbólica. Y así, volviendo al leit-motiv levi-straussiano («bueno para pensar»), cabría preguntarse si la elección de la música sinfónica como modelo de comprensión del mito no fue sino un ejemplo (entre los muchos posibles) del valor potencial de la música como heurístico para la comprensión de la cultura como un todo. También otros clásicos del análisis cultural -de Simmel a Weber, de Schültz a Bajtín- se nutrieron de la metáfora musical para concebir en su totalidad y densidad la sociedad humana. El «sonido de la cultura» apunta, entonces, a algo más que a una arbitraria metáfora.


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